“Quizá la memoria no sabe que los abuelos están hechos de acero inolvidable”, César Poetry, escritor.
Nunca conocí a mis abuelos, murieron cuando mi mamá tenía 12 años. Desde entonces los adultos mayores me han parecido personas vulnerables, susceptibles y olvidadas en nuestra sociedad.
Basta con recorrer la Sexta Avenida de la zona 1 para ver varias personas de la tercera edad, abandonados. Hay otros que permanecen en un asilo, solo esperando su momento final, “ya casi nadie los visita”, cuenta Sor Amanda, directora de una residencia de ancianos.
La realidad de los adultos mayores en el interior es diferente al de la capital, pues en los departamentos la falta de recursos no les permite cuidarlos de mejor manera. Muchos pasan el resto de su vida asoleándose, sentados en una silla de plástico y viendo a sus nietos correr alrededor, claro, eso es para quienes tienen la “suerte” de tener familia.
Muchos terminan solos, y lo peor es que, debido a su avanzada edad no pueden trabajar o realizar varias actividades, apenas sobreviven con lo poco que sus vecinos les dan o con lo que sus animales de granja producen.
Aunque existe ayuda para beneficiarlos como: el Programa de Aporte Económico del Adulto Mayor, que otorga una pensión por parte del Estado, para que las personas de 65 años de edad y más atiendan sus necesidades básicas mínimas, este aporte a veces ni siquiera llega, o no se enteran de que pueden ser beneficiados.
Sin embargo, nunca faltan los ángeles en el camino, un ejemplo es que la Policía Nacional Civil (PNC) de San Marcos donó parte de sus ingresos para ayudar a los “abuelitos”, indicó el jefe de la comisaría 42. Esto lo realizan cada mes.
“Qué triste es ver, que después que ellos trabajaron duro por su familia, muchos los olviden y parezcan un estorbo”, comenta Sor Amanda. Los abuelos mueren en un asilo, donde su única compañía es la familia adoptiva que les visita y da de comer una vez por semana. Sus nietos son esos desconocidos que les llevan ropa y juegan con ellos.
En lo personal, nunca olvidaré la imagen de uno de los ancianitos del Niño de Praga, en zona 1, ella abrazaba con gran afán a un muñeco de plástico, vestido de bebé, lo cuidaba como si fuese todo para ella. Cuando me acerqué dijo que era “su hijo, Luisito”, la encargada me contó que Luis la había abandonado desde hacía 5 años y nunca regresó a visitarla.
O cómo olvidar a la “abuela Pancha”, a quien conocí en la frontera de México y a sus casi 95 años aún bromeaba. Todas las tardes una de sus nietas salía con ella a ver el atardecer, sentada en una silla de madera vieja y rodeada por gallinas y pollos. La abuelita comía con dificultad, se enfermaba frecuentemente y le costaba respirar cuando había mucho frío.
Poco a poco, todas esas mágicas historias que los abuelos cuentan, se van quedando en el olvido junto con su memoria. La Guatemala de antes muere con ellos, sus fuerzas no dan más, no pueden trabajar y para muchas familias son “un estorbo”. Asimismo, los programas de ayuda social no les benefician y lo único que tienen es la colaboración que terceros les brindan.