Hace unos meses viví una crisis que me afectó mucho. Mientras duró el dolor creí firmemente que no me repondría. Pero, la vida y Dios, tenían otros planes para mí.
Esta es la historia de esa crisis: Creí que era el amor de mi vida y me cortó
Fui incapaz de seguir adelante. Permití que la tristeza, el dolor y ante todo la rabia se apoderara de mí. La vida se me apagó. Una amiga me recomendó visitar al santísimo. Después de renegar por un tiempo me dispuse a ir “porque nada malo podría salir de ello”.
Justo antes de entrar a la capilla encontré una oración que decía “Conversación con Jesús de la Misericordia durante 30 días”. La tomé y llegué a la capilla con actitud incrédula, pero aún así con la esperanza puesta en que, quizás, Dios podría darme una nueva perspectiva.
Me arrodillé, cerré mis ojos, lloré desconsoladamente mientras me repetía que la ilusión que tenía de vivir me fue arrebatada y ya no podía más. Después de haber derramado lágrimas por un largo rato, hice la oración que había visto antes. En la misma se pide al Jesús de la Misericordia una petición y se establece que, si confiamos lo suficiente en él, será concedida. Así que tomé mi cuaderno y me dispuse a escribir qué era lo que yo quería, con todo el escepticismo que la situación implicaba.
Escribí mi petición llena de odio y rencor. Aunque no utilicé estas palabras, pedí venganza. Y tuve la osadía de pedirlo advirtiendo que si Dios era justo, yo obtendría lo que estaba pidiendo. Nunca antes unas hojas de cuaderno habían sido testigo de tanta rabia, odio y enojo. Y a decir verdad, nunca antes yo había experimentado sentimientos tan fuertes y negativos hacia una persona.
Terminé la oración y no sentí paz, me quedé llorando sin poder encontrar consuelo. Renegué haber ido al santísimo a perder mi tiempo. O eso creía yo.
Justo cuando ya me iba me di cuenta que en la parte de atrás había una segunda oración que decía “mensaje de Jesús para ti”. Fue la curiosidad que me motivó a leerla. No puedo describir mi sensación al entender lo que decía la oración.
“No me dirijas una oración agitada como si quisieras exigirme el cumplimiento de tus deseos (…). No estropees mis planes queriéndome imponer tus ideas (…). Lo que más daño te hace es tu razonamiento y tus propias ideas, y querer resolver las cosas a tu manera cuando mientras me dices: Jesús en ti confío (…). No seas como el paciente que le dice al médico que lo cure, pero le sugiere el modo de hacerlo”.
Entendí que lo que había pedido, era absurdo. Que quería sanar mi dolor con el dolor ajeno. Entendí, que lo que pedía no era “justicia divina” sino venganza.
Esta vez, lloré al darme cuenta que era capaz de desearle tanto mal a una persona solo para satisfacer mi sed de venganza. Pero, entendí que debía orar de nuevo y pensando en mí y no en esa persona que me había causado tanto daño.
Hice la oración y en esta segunda ocasión mi petición fue sencilla. Pedí que mi corazón sanara.
Continúe con la oración, que se supone debía realizarla durante 30 días. Durante este tiempo, recibí una noticia que destruyó todo lo bueno que había logrado construir. La persona que me había dañado continuaba provocándolo. Dos días después de haberme enterado de eso, una amiga me contó que estaba pasando por un problema muy grande en su vida. Yo, de pronto supe que tenía que darle mi oración, la única que tenía aunque no quisiera hacerlo.
Al día siguiente me fui directo a esa iglesia donde había obtenido la oración por primera vez segura que la encontraría de nuevo, pero no fue así. La busqué por todas las librerías cristianas de Guatemala y no la encontré.
Así que ese día en la noche pedí una sola cosa: que la oración llegase a mis manos otra vez.
El sábado de esa misma semana hubo un almuerzo familiar. Al entrar a la casa de mi abuelita había una mesa con una vela encendida y papeles alrededor. Me dio curiosidad porque, claro, la mesa estaba en medio de la sala. No me tomó ni dos segundos darme cuenta que todos esos papeles eran de copias de esa oración que buscaba. Me reí como una niña a la que le acaban de regalar eso que quería.
Y aquí empieza la parte más linda de la historia.
Continué orando con mucha más fe y convicción. Esta vez las cosas habían cambiado, yo sabía que no podría sanar en Guatemala, necesita distanciarme de tanto dolor y veneno.
Así que mi petición cambió una vez más. Pedí sanar en algún lugar donde mi dolor pudiera ayudar a otras personas.
Todo esto que les he contado sucedió en junio. Durante julio y agosto fui testigo de tantas muestras del amor de Dios, que sencillamente no encuentro palabras para contarlo. Yo, simplemente pedí sanar, lejos de Guatemala y que mi experiencia no fuera en vano. Para septiembre, es decir 3 meses después, me encontraba en otro país estudiando y trabajando.
Además, ayudé a muchas mujeres que me escribieron contándome su historia y mandé a imprimir copias de esa oración y me propuse entregarlas de forma personal cada vez que conociera a una persona que la necesitara.
Aún hoy sigo repartiendo esa oración que transformó mi vida. En la actualidad, hay mujeres que me escriben para contarme su historia. Empiezo a recibir mensajes de agradecimiento por la oración. Mi alma se siente plena y feliz.