Su voz impetuosa se oye desde unas cuadras abajo, a su paso los vecinos preparan las grandes bolsas repletas de chatarra y más de alguno le prepara un vaso con agua. Su llegada la delata el sonido de motor viejo de su picop rojo despintado y golpeado, y a través del vidrio frontal aún se aprecia el rosario que cuelga del retrovisor.
Suena el timbre y por la ventana se observa la figura de un hombre de estatura media (1.50 metros), de tez quemada por el sol y dientes de oro, quizá es lo único de valor que posee. Sus zapatos remendados casi sin suela y su viejo pantalón negro son su uniforme diario.
“Tiene papel o latas”, pregunta, cuando alguien le dice que “sí”, su sonrisa se alarga y su expresión cambia. Don Milo no tiene estudios, no sabe leer ni escribir, su familia vive en Jalapa y lo único que les sustenta son las ganancias de la venta de chatarra.
Todos los días se levanta a las 4 de la mañana para iniciar “con el pie derecho” su labor, también es la hora en la que algunos de los guardias de las imprentas aprovechan para sacar los retazos de papel, es lo primero con lo que llena su picop. Para don Milo no existen los amaneceres con desayunos en la cama, come donde le dé hambre y lo primero que encuentre.
Los interminables semáforos son su mayor obstáculo, las zonas en las que pide papel son su hogar, su travesía inicia en zona 6 y termina en la 3. Dice que lo que más recoge son latas y papel que compra a 20 centavos la libra, para luego venderla en la Bolívar a un mayor precio.
De vez en cuando, mientras pesa las bolsas de chatarra, cuenta partes de su historia, tiene 4 hijos a los que tampoco pudo enviar a la escuela debido a sus escasos recursos. Doña Juana es su segunda esposa, ella vende verduras en Jalapa. También cuenta que el alcohol fue parte de su pasado “todos los días me emborrachaba, trabajaba de albañil en la zona 18 y me pagaban por día, mi primera esposa también tomaba mucho y me engañó con otro hombre”.
Los rayos del sol de mediodía delatan las cicatrices en su rostro y brazos, todo por una pelea para ganarse el corazón de su nueva esposa. Ser chatarrero no es fácil, “a veces no se encuentra nada, nadie quiere vender u otro de los compañeros ya te ganó la venta”.
Son diez horas las que a diario se echa en hombros. Después de su recorrido le toca seleccionar qué le sirve y qué no. También quitar las grapas de los cuadernos, secar las latas y apachurrarlas, separar el aluminio, y si tiene suerte encuentra cobre.
En la Bolívar es otra cosa porque “hay que hacer fila para entregar la chatarra, hay un hombre que siempre está diciendo cuánto nos ofrece y si lo aceptamos o no”, eso es tipo 7 u 8 de la noche, cuando ya todos están descansando. Él nunca menciona cuánto gana solo dice que es lo suficiente para darles de comer a sus hijos.
“Viera seño que con esto de recoger chatarra hice una mi casita en Jalapa, es chiquita y solo tiene 4 cuartos, pero ya es nuestra y por lo menos no alquilamos”, expresa con gran orgullo.
Sus horizontes son diferentes, alquila un cuartito en la terminal, no viste de corbata ni de traje, tampoco posee un BMW, sus camisas no son de Piel de Toro ni come en los mejores lugares. Su vida gira entorno al desperdicio de los otros, eso que a nosotros nos estorba para él es ganancia y bendición. Es muy bien conocido en la cuadra como “don Milo, el chatarrero”.