Instalado en la cama 20 del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS) narraré mi vivencia, que será trasladada sin respetar el orden cronológico. Haré saltos y retrocesos, de acuerdo a como lo considere pertinente. Es imperativo mencionar que este relato no responde a una crítica, solo a una vivencia personal y que la atención recibida en el Hospital de Enfermedades de la zona 9, especialmente por el equipo de hematología, fue satisfactoria.
Relato esto con mucha emocionalidad y con extrema gratitud a la vida y a los privilegios que me concede. Estamos acostumbrados a normalizar aquellos pequeños beneficios de los que gozamos cada día: levantarnos con refunfuño tras el “molesto ruido” del despertador, sin reparar que estamos en casa y que tenemos unas piernas sanas que nos transportan a ese baño grande que se prepara para recibir nuestra pereza y que culmina con el placer del agua tibia sobre nuestros cuerpos.
Día 6, 12:20 horas. El alma congelada. *Antonieta, la señora que conocí en el día dos, recorre su mirada por la cama 19. Su semblante sombrío refleja el profundo dolor que invade su alma. Su viejito, con el que estuvo casada desde hace 41 años, partió unas horas atrás.
Su llanto elocuente e inconsolable me congeló el alma. Me levanté y le ofrecí un abrazo que no dudó en recibir. Intenté sin éxito frenar la acuosidad de mis ojos, que enseguida humedecieron mis mejillas. Le dije algunas palabras vacías y sentí por un momento su dolor.
Mismo día, 6:20 (6 horas antes). La residente y el equipo de enfermería hacen hasta lo imposible por reanimar el corazón del paciente de la cama 17, ese con el que crucé alguna palabras los días 2 y 3 de mi hospitalización.
Ambos pacientes partieron ante mis ojos. Los médicos intentaron de todo, pero el pronóstico para los pacientes hemato-oncológicos no siempre es alentador.
Día 1, 22:30 horas. La advertencia. El paciente de la cama 19, un treintañero con leucemia, el primero de tres que ocupó esa cama durante mis 8 días de estadía, fue amable desde el minuto uno. Me ofreció una charla amena y me contó que días antes, en la cama que ocupo ahora, un joven no resistió el segundo de seis ciclos de quimioterapia para la leucemia linfoblástica aguda. Con ingenuidad pensé que mis ojos no verían esto en los apenas cuatro días que supuse estaría ingresado.
Su madurez y sensatez me sorprendieron. “Tengo que tener fortalecido el espíritu, voy por el tercero de seis ciclos y sé que el tratamiento no da garantía de curación”, dice. Señaló la ahora mi cama, como en remembranza del soldado caído días atrás.
Día 4, 20:30 horas. Fortaleza de jóvenes. *Alejandro es un joven veinteañero de la costa sur. Aunque duerme en otro cubículo, con frecuencia llega a donde estoy yo, con una sonrisa elocuente y un espíritu inquebrantable. “El señor me va a sanar”, asegura, con la fe descrita por el mismo Jesucristo y añade: “Si tan solo tuviesen la fe del tamaño de un grano de mostaza podrían decirle a la montaña pasa de un lado a otro”.
Los ciclos de tratamiento duran usualmente 21 días, pero si todo marcha bien pueden tardar menos. En la tertulia lanzo la pregunta imprudente: ¿Tenés familia? “Sí, estoy casado”, responde. Indago torpemente: ¿Hijos? “Ya no. El 18 cumple un año de que mi hijo se fue”, agrega, mientras apunta con su índice al cielo y las lágrimas ya caen como caudal sobre sus mejillas. Lo abrazo y me uno a su dolor
“En el nombre de Dios, no pasaré ese día acá. En Él confío, que estaré sano”, afirma.
El joven de la 16, un muchacho sonriente y lleno de luz, termina un quinto ciclo. Los médicos dicen que todo va tan bien, que es probable que sea su último período. Después se someterá a radioterapias, pero ambulatorias. “Esta enfermedad me ha enseñado. Uno a veces no entiende, pero ahora ya comprendí. Son pruebas de Dios, que nos ayudan a mejorar. A veces nos despertamos como chuchos, sin dar gracias de todo lo que tenemos”, resalta.
El muchacho de la cama 18, quien viaja desde occidente, recuerda su primer traslado a la capital para iniciar su tratamiento. “Venía llorando. Son pruebas de Dios que no entendemos, pero ahora sé que esto me hará mejor persona”, manifiesta.
A estas alturas entiendo que mi vida no podrá ser igual, tras escuchar tan valientes testimonios.
Día 4, 10:00 a.m. La mano de la seño. A todo esto, ¿qué hago en el hospital? Soy paciente con hemofilia B, trastorno de la coagulación, y estoy aquí para que me quiten la muela. No es broma ni exageración, una extracción de ese tipo es de alto riesgo para un paciente con mi patología, por lo que se sugiere preparar al paciente con 48 horas de antelación (administración de medicamentos) y mantenerlo en observación 48 horas después (con más fármacos).
La odontóloga se prepara para el primer intento de extracción. Desde luego, fallido. Diremos con un sutil eufemismo que la doctora “sobrevaloró sus capacidades”. En una violenta intervención y al sangrar demasiado tuve un ataque de nervios. Fue hasta que una mano apretó mi muñeca cuando pude calmarme un poco. Esa misma mano se postró apacible sobre mi pierna para procurar tranquilizarme. Con vos casi maternal me dijo: “Tranquilo, todo estará bien”.
No olvidaré su empatía, su actitud de servicio y de dar la milla extra. Su papel hubiese podido limitarse a regresarme a la cama 20 después de la intervención. Por fortuna, un día después, un equipo profesional y altamente calificado de maxilofacial del IGSS de Accidentes le corrigió la plana con una cirugía menos traumática. Su ética profesional fue tan sólida como un roble, que ni siquiera se atrevieron a mencionar frente a mí el error de su antecesora.
Día 7, por la noche. Quiero ser mejor y no es simple retórica. Es impresionante cómo sobrenaturalizamos e incluso renegamos de nuestra infinita fortuna. Oraré por las vidas y sanación de estos nuevos amigos para que los 21 días de los 6 ciclos (126 en total, equivalente a 3 cuaresmas) pasen de prisa.
Gracias, amigos del cubículo 3, por sus enseñanzas. Adelante, guerreros.
*Nombres ficticios.