Hoy te comparto una historia de una jovencita de 20 años que se convirtió en mamá. Para ella, esta situación la impulsó a cumplir sus sueños:
Cuando me enteré de que estaba embarazada tenía 20 años. Mi mamá me propinó una paliza, me dijo que mi vida se iba a ver truncada para siempre.
Enfrenté mi embarazo con vergüenza, en el pueblo donde vivo me marginaron. La sociedad aprende a verte como “la que metió las patas” y arruinó su vida.
Antes de decirle a mi mamá lo que estaba pasando, resistí las náuseas y el malestar, más bien traté de que nada cambiara para que no sospecharan de lo que estaba pasando.
A la primera persona que le compartí lo que me pasaba fue a mi hermana, quien me abrazó y lloramos juntas. Me dijo que no me preocupara, pero… ¿Cómo no me iba a preocupar?, si mi familia me lo había advertido; de hecho, la amenaza era que si alguna de nosotras salía embarazada se iba de la casa.
Estaba sola, el papá de mi bebé había salido huyendo de la situación. Era yo y mi problema, porque en situaciones como estas la gente te dice que los bebés son un problema.
Pensé en el aborto, sí. Habría sido la salida más fácil y silenciosa, pero me había criado en un hogar católico y eso complicaba mi conciencia.
Paradójicamente por ser de una familia tan tradicional y cristiana, abortar significaba un problema, pero decir la verdad también.
Una tarde de mayo, cuando mi pantalón estaba a punto de delatar mi embarazo, decidí decir la verdad.
Esa tarde mi mamá me pegó, mi papá guardó silencio. La maternidad había sido dura para mi mamá, ella era de la idea de que un hijo te limita a muchas cosas porque durante más de 20 años ella se había dedicado a sacarnos adelante y a base de muchos esfuerzos. Ella no quería que yo pasara por lo mismo.
Sacó su cólera sobre mi bebé y sobre mí. En ese momento pensé que me lo merecía y el miedo hacia mi maternidad se volvió más grande.
Durante los meses que me faltaban para ser mamá, mi entorno me llenó de malos augurios. Me dijeron que no podría seguir estudiando, que tener un hijo te truncaba los sueños, que me había metido en graves problemas.
Tuve miedo, demasiado miedo. Estaba sola, me sentía sola. De hecho, alguien se atrevió a comentar que me merecía un parto natural para que viera cómo cuestan los hijos y lo que duelen.
El 25 de junio nació mi bebé. Después de un trabajo de parto doloroso le vi los ojos a mi hija. Valentina tenía unos ojos hermosos.
Mi mamá la cargó en brazos, vi cómo su rostro se había transformado.
Tenerla en brazos me dio calma. Con su mirada me dijo que eso no era lo peor que me pudo haber pasado en la vida.
Y así, empecé a luchar por mi vida y la de mi hija. No me sentí vencida nunca, empecé un trabajo que me permitía estar en casa con ella y dedicarme unas horas a la universidad.
Me gradué de abogada cinco años después de su nacimiento. Su llegada vino a darle sentido a mi vida y a mi carrera.
Las cosas desde su llegada no han sido fáciles, pero nada de lo que he vivido desde que la tengo en brazos ha sido lo peor que me ha pasado en la vida.
Si tú estás pasando por lo mismo, no dejes que te llenen de miedo. Lo peor que te puede pasar no es tener un hijo, lo peor que te puede pasar es quedarte con miedo, para siempre.