Desde que tengo memoria, mi familia y yo hemos apoyado a los rojos del Municipal. Hablar de este equipo es regresar al apolillado álbum mental de mi familia, es volver a aquella antañona sala de mi abuelo y verle sintonizar el partido en la radio; es recordar aquel pequeño dispositivo color naranja de transistores con el que escuchábamos el partido en el Parque Morazán (ahora mejor conocido como Jocotenango).
Es recordar aquella final en la década de 1980, cuando tristes y decepcionados vimos perder a nuestro equipo en la sala familiar.
Es ver a mi papá gritar y subir sus manos en aquella final de hace más de dos décadas, es volver mi mirada a la derecha y encontrarme con mi hermano, mi compañero de alergias y tristezas en la grada del Doroteo Guamuch Flores.
Al voltear las páginas de esta historia familiar, hojas amarillentas escritas con tinta indeleble me resulta imposible no erizarme cuando veo al equipo entrar a la cancha, cuando observo a la hinchada alentar al equipo de mi abuelo, de mi papá, al tuyo, al nuestro.
Irle a Municipal no fue una decisión propia, ni siquiera una racional, porque este sentimiento trasciende cualquier argumentación y cuestionamiento respecto a ¿por qué le voy al rojo?
Hablar del equipo carmesí es hacer mención de mí historia y la de mi familia, es aludir a una emocionalidad indescriptible que está en mi génesis y en la de los míos.
Hablar del escarlata es aludir a las amistades de siempre, a esas con las que nos une el grito de gol y a veces también la frustración.
Hablar del rojo es aludir a una solidaridad pocas veces aplicable en la vida; es estar siempre ahí, a pesar de los tropiezos.