La vida en las comunidades rurales es muy diferente a la de los grandes centros urbanos. Se vive a otro ritmo y, con esta desaceleración, una existencia menos estresada. Las puertas de las casas suelen estar abiertas de par en par y en la cocina, siempre alimento suficiente para atender visitas inesperadas. En ese universo tanto mascotas como animales de corral, y hasta los niños, suelen andar libres jugando entre los sembradillos y a la orilla de los arroyos. Al final de la tarde, todos regresan a sus casas mientras las aves cantan, exaltadas, anunciando el final de la jornada.
El pueblito en el que vivía la familia de Adriana había prosperado a la vera de las plantaciones que lo rodeaban. No era un pueblo rico, pero la gente tenía acceso a servicios que no siempre se encuentran en otras regiones del país. Buenos acuerdos y el respeto de estos, sumó en beneficio tanto de patronos como de lugareños. En pocas palabras, la concordia regía la vida de aquellas gentes. Y algo poco usual, desde hacía décadas que no se hablaba de corrupción.
Aquel martes la comunidad estaba prácticamente desierta. Hombres y mujeres habían salido muy temprano a sus respectivos trabajos y muchos de los demás paisanos habían viajado a la cabecera departamental para hacer el mercado. Adriana fue de las pocas que se quedó en Santa Cecilia, así se llamaba aquel caserío, atareada en algunos oficios rituales como alimentar las aves, limpiar los gallineros, soltar a la yegua para que saliera a pastar, regar las macetas de geranios (su gran orgullo) y esparcir agua frente a la casa para que no se levantara el polvo.
Cuando salió al corredor de las hamacas, al frente de su casa, se encontró con una inesperada aparición; un pordiosero. Lo primero que le rondó por la cabeza es que los chuchos brillaban por su ausencia. “¡tiene algo para comer!” exigió. Inquieta buscó a su alrededor tratando de encontrar algún vecino que la socorriera. Tocó instintivamente el celular en la bolsa del delantal y con aprensión, se percató que el hombre estaba atento a todos sus movimientos. Su mirada era tan penetrante que intimidaba. “Espere aquí”, balbuceó y regresó al interior de la vivienda cerrando la puerta tras de sí.
Mientras se dirigía a la cocina marcó el número de su hermana quien no contestó. “Hay un hombre horrible en la puerta… no me marqués de vuelta. Proba con todos los vecinos a ver a quién responde”, le dejó como mensaje. Mientras tanto tomó un par de tiras de francés, los partió y les puso algunas lonchas de jamón, mayonesa, salsa de tomate. Cuando se volteó para sacar una gaseosa de la refrigeradora, quedó paralizada del miedo. El hombre estaba a menos de un metro de ella observándola. Sus ojos reflejaban odio, locura, lujuria; oscuridad.
En el interín, Ernesta, la hermana de Adriana, después de escuchar el mensaje, marcó desesperadamente media docena de números sin éxito. Decidió llamar a la finca donde trabajaba su marido quien, un poco contrariado, fue verificar con un par de hombres “por si las moscas”. En la cocina encontraron el cuerpo decapitado de Adriana y, con las horas, otros once cadáveres sin cabeza en las casas de los alrededores. En la noche, guiados por el resplandor de una fogata, se internaron en los zacatales para encontrarse en el camino los restos de varios de los chuchos de la aldea. Cuando llegaron al claro encontraron al asesino ofreciendo, en un ritual, las cabezas, sin ojos y lenguas (esas, nunca se supo, se las había comido como parte de la liturgia), a la luna llena. Su lengua, más larga de lo usual, se introducía con lascivia en las oquedades de aquellas macabras testas.
Los paisanos, felices como habían sido, focalizaron en ese momento de desesperación la oscuridad en su corazón. Atraparon al pordiosero, lo empalaron en una estaca y luego le prendieron fuego hasta que sus aullidos se apagaron. La policía no consignó a nadie. El parte decía que cuando llegaron alguien había hecho justicia por propia mano sin dejar rastro. Cuando llegaron los forenses todos se quedaron pasmados. Los despojos del cuerpo del asesino habían desaparecido. En su lugar, entre las cenizas, encontraron intactos los panes que Adriana le había preparado. A lo lejos, escucharon una risa gutural internándose en la selva.