El siguiente relato me lo contó Don Tito*, piloto de Uber, mientras transitábamos por Carretera al Salvador y nos aburríamos en las largas colas de autos. Ficticio o real, juzguen ustedes. Mientras me lo contaba, analicé sus expresiones, ritmo y lenguaje. A mi me pareció real.
Era viernes a las cinco de la tarde. El tráfico de Ciudad de Guatemala estaba en su estado natural: colapsado. El cielo se desarmaba con escandalosos golpes de lluvia y aunque el agua refrescara un poco, el calor húmedo se sentía en todas partes. Después de quince largos minutos, un Uber me recogió en el punto indicado, salvándome de una empapada que pronosticaba alguna gripe.
Subí al auto rápidamente y Don Tito me tendió la mano: “Amigo, bienvenido a mi nave”. Noté que el sillón del copiloto estaba muy recostado, casi en posición horizontal. Lo compuse y apenado, Don Tito se disculpó por “el inconveniente”.
El piloto tendría al menos unos 60 años. Su cabello plateado delataba que llevaba varias décadas ya convirtiéndose en un experto de la vida. Sin embargo, su físico indicaba que el trabajo duro formaba parte de su rutina. Noté a media conversación que había un olor extraño a cigarro/marihuana mezclado con cerveza en el auto, pero intenté disimularlo. No me molestaba para nada, sin embargo mi olfato es muy desarrollado y mis expresiones muy transparente. Don Tito supo lo que sucedía y rápidamente reaccionó:
-Me va a tener que disculpar joven. Ya era hora que le explicara – el semblante de Don Tito cambió por completo. Ahora, el amable señor lucía una expresión entre vergüenza y temor.
-No se preocupe, Don Tito – lo interrumpí – No me molesta el olor, además no es tan fuerte. Lo que pasa es que mi olfato parece de perro.
-Si, usted es joven. Perdone el olor, lo que pasa es que no me va a creer que fue lo que pasó aquí antes. A partir de la noche de ayer decidí que ya no voy a hacer viajes en Uber nocturnos. Nunca más.
Esa frase despertó mi curiosidad al cien por ciento y fue más que necesaria para que me sumergiera en el papel de entrevistador y extirpara cada detalle de la historia de aquel jueves 26 de abril por la noche. Esto fue lo que, sin interrupciones, me contó Don Tito:
El extraño copiloto
Llevaba yo ya un par de semana en esto del Uber. Los mejores viajes me salían en la madrugada, al medio día y por las noches. Sin embargo, ayer (jueves) hubiera deseado que ese viaje y los Q100 que gané jamás hubieran llegado a mi.
Transitaba por Ciudad San Cristóbal a eso de la medianoche cuando “cayó” una solicitud de Uber. Llegué al lugar y del pequeño bar salió un patojo que se notaba que había tomado bastante. Le pedí al joven que se subiera al carro y que nos fuéramos, pero hizo ademán de que lo esperara.
Pasaron los minutos y yo, por paciente o idiota, lo esperé allí sentado. Me sorprendí cuando lo vi regresar, con otro patojo, cargando a un tercero que estaba más borracho que nunca. Sonriendo y tratando de ocultar la vergüenza, los patojos abrieron la puerta de mi carro y montaron al borracho en el asiento del copiloto. Sin esperar a que yo reaccionara me dijeron: “Llevalo a esta dirección porfas. Se pasó un cacho de tragos, pero es tranquilo y no te va a molestar. Dejalo allí y ya estuvo”. No supe como reaccionar. La dirección me llevaba por en la zona 1, justo en el Barrio Gerona.
Aceleré y comencé a manejar. El patojo recostó el sillón lo más que pudo. Apestaba a marihuana y comenzó a balbucear Dios sabe qué jodidos, y se sacó de una de las bolsas una enorme cerveza de un litro. Por más que le dije que no la bebiera, no me hizo caso. Conforme llegábamos a la Ciudad empecé a escuchar algunos ronquidos. El patojo se había quedado dormido y, por alguna razón, me invadió una risa nerviosa. Sabía que algo no estaba bien.
La dirección incorrecta
De la risa pasé a los nervios y de los nervios al miedo. Ya era casi la una de la mañana y llegué a la dirección. El ambiente era extraño, misterioso y silencioso. Como sacado de una película de suspenso. A unos metros de nosotros estaban unos vagabundos oliendo pegamento y del otro lado de la calle dos hombres que miraban mi carro fijamente. Me parqueé en la esquina opuesta y volteé a ver al copiloto. Intenté despertarlo pero no se movía. Comencé a sacudirlo, cada vez más brusco, hasta que al fin se despertó.
“¿Y vos que putas?”, me gritó mientras me ponía las manos encima. Lo calmé diciéndole que yo era el piloto de Uber y que ya habíamos llegado a la dirección que me había dicho. Estaba nervioso y borracho, era obvio. Pasó unos segundos (que para mi fueron minutos) observando dónde estábamos. Le dije que era Gerona, donde me habían dicho sus amigos que lo llevara. Me miró fijamente. “Aquí no es”, me dijo sin rodeos.
Bajó la ventana y sacó la cabeza. Miró para todas partes y en ese momento, los dos hombres que estaban en la otra esquina comenzaron a acercarse y a platicar entre ellos, sin quitar la vista del patojo borracho. Empecé a ponerme nervioso. Le pedí al muchacho que se bajara. Pasaron unos segundos en los que el patojo se percató que los hombres se acercaban y rápidamente, como si hubiese visto al mismo diablo, metió la cabeza al auto, cerró la ventana y sacó una pistola de su pantalón.
Me quedé paralizado. Los hombres comenzaron a correr hacia nosotros. “Maneje y vámonos de aquí”, me dijo. No reaccioné. Levantó la pistola y me apuntó: “Vámonos ya”. Pisé el acelerador y nos fuimos.