Relato de un crimen en Santa Maura Llanos Amplios (parte 2) imagen

Guzmán tenía que morir. Eso le habían dicho. Sin embargo, las otras muertes que se suman comienzan a perjudicar el plan. Los secretos se pagan caros en Santa Maura Llanos Amplios.

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Guzmán tenía que morir. Eso le habían dicho. Al bochinchero del pueblo lo tenían que matar. ¿Pero por qué a doña Trinidad? ¡Pudieron haberse esperado hasta que Guzmán saliera de la tienda! Esas balas no iban para ella. “Justos pagan por pecadores”, le respondió su hermano, mientras encendía su cigarro y se acomodaba en la comisaría. Le habían permitido ver a Santiago solo unos minutos. A Santiago lo atormentó la frase, la misma que le había  dicho la señora antes de morir. 

La comisaría era pequeña y sin gracia. Gris como el salario de los agentes y rota como la justicia. Las pequeñas celdas estaban abandonadas. Solamente había albergado a algunos borrachos en algunas ocasiones y, hace unos cinco años, a un violador que había hecho de las suyas con una joven muchacha que, víctima de la tragedia, había huido de allí. Ahora, Santiago Cajal, el hijo del alcalde, ocupaba una de las celdas y la prensa había llegado a cubrir. 

“Es una cagada. ¿Por qué tuviste que ir ahí? Vos ya sabías que esto iba a pasar”. Su hermano encendió otro cigarro. “Me dio otro de mis golpes de conciencia. Es que pudo haber otra solución…”, dijo Cajal, apretando los dientes. “¡Ya habíamos hablado de esto! El Guzmán estaba investigando al viejo. Por shute y bocón. No le convenía. Y él, ayer, estaba ahí para sacarte información”, reiteró su hermano. “¿Y doña Trinidad, qué?”, preguntó Santiago, desconfiando. Hubo una breve pausa. Su hermano miró al suelo y luego, con la garganta seca, añadió: “Me vio la cara y no tuve remedio”. 

Unas horas más tarde, Santiago Cajal caminaba libre por las calles y la noticia de su captura había durado lo mismo que un aguacero con sol. Su esposa e hijos se habían preocupado, pero los patojos sabían que gracias a “los contactos de su tío y su abuelo”, su papá, el dueño de la “Barbería del Siglo”, estaría bien. Sin embargo, la noticia del asalto a la tienda había puesto al municipio de cabeza. Doña Trinidad era toda una celebridad y su muerte era una tragedia. Flores y veladoras se amontonaban afuera de la tienda, que por más de 40 años había atendido todos los días, sin falta. En el caso de Guzmán, más que tristeza había confusión. Aquel charlatán era un personaje que había demostrado ser muy incómodo para las autoridades. 

Al mediodía, tocaron la puerta de la pequeña casa de Cajal. Su mujer abrió y dejó entrar a un joven reportero que se identificó como “periodista de La Voz de Los Llanos”, el periódico comunitario de Santa Maura Llanos Amplios. Santiago salió a recibirlo y lo invitó a sentarse en el comedor. Cruzaron miradas por unos segundos. Santiago desnudó la verdad con una mueca. El joven intentó no mostrarse sorprendido y decidió fingir una entrevista maltrecha. 

“¿Desde hace cuánto tiempo conocía a Guzmán?”. Pausa. “De toda la vida”. El lápiz apuntó algo en aquel papel. “¿Por qué estaba en la tienda y qué hizo cuando se encontró con la escena del crimen? ¿Por qué se lo llevó la policía?”. Incomodidad. “A ver, no tan rápido. Yo fui a buscar a Guzmán, que fue a comprar unas cervezas porque no regresaba y quería asegurarme que estuviera bien”, mintió. “¿Eso o asegurarse que estuviera muerto?”, refutó el joven. “¿Qué jodidos andas diciendo?”, explotó Cajal. Nuevamente el ruido del lápiz contra el papel. “¿Fue doña Trinidad una víctima no calculada de la masacre?”, preguntó el patojo, sin pelos en la lengua. Cajal se levantó de su silla. “¿Todo esto fue porque Guzmán se metió a investigar la gestión de su papá en la alcaldía, cierto? ¿Sabía que él era muy apegado a La Voz de los Llanos?” Cajal retrocedió. El joven levantó la mirada, triunfante. Más ruido del lápiz con el papel. “¿El asesinato lo arregló su hermano, cierto? ¿Es por eso que…?”. Un ruido estrepitoso. Silencio. El joven se desploma. Atrás, la mujer de Cajal sostiene un martillo ensangrentado en su mano izquierda. 

Santiago y su esposa se miran por unos segundos. Luego, Cajal mira la libreta. En el piso del comedor se forma un charco de sangre. Sin decir nada, el matrimonio comienza a limpiar el desastre. El cuerpo del periodista es puesto en un costal y, unas horas después, Santiago se lo ha llevado y lo ha tirado al río. Regresa a su casa, agotado y enciende la estufa. 

Son las seis de la tarde. El hermano de Santiago Cajal entra a toda prisa. Encuentra a Santiago quemando una libreta. “¿Sabía mucho?”, le pregunta secamente. Su hermano se voltea y, mostrándole las cenizas de lo que fue la libreta, asiente lentamente. “Demasiado. Tenías razón, Guzmán era un bocón”. 

No se dice más. A los pocos minutos llegan los niños y se sientan en el comedor. La esposa de Santiago les avisa que en poco tiempo estará la comida. Santiago y su hermano los contemplan con dulzura. La nena se sienta en la cabecera, justo donde unas horas antes fue asesinado un joven unos 15 años mayor. Mientras ella juega con el mantel, se mancha la manita con un poco de sangre que había quedaba impregnada en la madera. 

“Lo que hacemos, lo hacemos por la familia, Santi. Que nunca se te olvide”, le dice su hermano, dándole unas palmadas en la espalda. Luego, se acerca a la nena y con una servilleta le limpia la mano. 

Cajal se asoma a la ventana. Ahora le invade un sentimiento extraño. Le han entrado ganas de buscar la alcaldía.  


(Nombres de los protagonistas y lugares son ficticios. La historia podría ser real, aunque su autenticidad no ha sido confirmada al 100 por ciento por el autor, de modo que este relato está hecho con fines de entretenimiento nada más).

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