Tuve que ir a ver la casa para poder relatarlo después de verlo con mis propios ojos. Y allí estaba. Quien me contó la historia, quizás no mentía del todo porque justo allí, en plena zona 1, se encontraba aquel lugar que me habían descrito a través de un mensaje en mi página de Facebook (@JDGodoy95). No puedo asegurar que lo que voy a contarles sea cien por ciento real, pero al menos entretiene a las mentes más inquietas como la mía.
Desde que escribí el “Relato de un espanto en un parqueo de la zona 1”, hubo personas que comenzaron a enviarme sus relatos de “terror” y “misterio” para que los compartiera o simplemente para alimentar mi fanatismo por las historias de hechos que escapan de la normalidad. Así fue como llegó esta historia a mis manos.
Relato de los sucesos inexplicables de la “Casa de al lado” (parte III)
El día entero se lo pasó ansioso y dando vueltas por la sala de redacción. Se notaba a kilómetros que estaba nervioso, pero la razón la sabía él y nadie más. Joaquín Ceballos se reuniría con Amado Guzmán, en la casa de al lado, a las 21:00 horas.
Entre la desesperación y tras el paso lento de las horas que, como si supiesen de su ardua espera, se hubiesen empeñado en demorar la tarde, Ceballos recibió el anunció sin sorpresa. Toda su teoría sobre los casos que vinculaba al joyero (el de doña Blanca, don Porfirio, el matrimonio Juárez, los hermanos González, don Alberto Marroquín y el más reciente, el de doña Claudia y su hijo Patricio) habían sido rechazados por la dirección del Diario a través de una carta y la misma discusión volvió a tomar lugar en la oficina del Jefe de Redacción, aunque más acalorada.
Luego de pasar 15 minutos en la oficina del Jefe, los reporteros vieron cómo Ceballos salía de la puerta como todos los diablos. Marcos, el de la sección de Sucesos y Nota Roja había escuchado algunas partes de la discusión. “Lo van a despedir, sé lo que les digo. Es que nunca había escuchado a alguien mentarle la madre al jefe”, le dijo a sus colegas cuando ni Ceballos ni el Jefe estaban cerca.
Eran las seis de la tarde cuando Ceballos llegó a su habitación. Todavía sudaba la rabia que le había producido el hecho de que el mismo Diario se hiciera “el loco” con la historia que él había construido, y aunque la lengua le hubiese picado en aquella discusión, hizo todo lo posible por guardar el secreto de la reunión que tramaba aquella noche.
Esperó pacientemente durante tres horas a una cuadra de donde quedaba la famosa Casa de Al Lado. Llevaba consigo su libreta, su lápiz y una memoria lúcida para capturar con la vista todo lo que pudiera indicarle que Guzmán era el indicado. Incluso, planeaba hacerse consigo una de las joyas robadas. Tanto, a los Juárez como los González o don Alberto Marroquín les habían robado unas joyas muy selectas, reconocibles al instante por cualquier familiar o la policía. Esa sería su prueba más creíble.
Cuando faltaban veinte para las 21, caminó hacia la cuadra de la casa y esperó en la esquina. El clima parecía entender el escenario próximo y se las había arreglado para dejar caer, con el espesor de la noche, una leve cortina de neblina gélida. En la misma esquina, por azares del destino, pasó un joven con pintas de poeta, orejas afiladas, una frente predominante y una afilada nariz. Parecía disfrutar del misterio de aquella noche en la Tacita de Plata. Cruzaron miradas y la curiosidad que no mató al gato, salió de la boca del hombre: “¿Estás bien? Es que te veo contemplando el otro extremo de la calle como alma en pena”. Ceballos se inmutó. Tartamudeó un poco y, con claro nerviosismo respondió que solamente contemplaba el panorama. “En aquella casa no vive nadie. Sé las historias que cuentan, pero aquel personaje no existe. Es producto de la imaginación de los más curiosos”, le dijo el joven, que tendría unos años menos que él, y siguió de largo sin esperar respuesta. Ceballos, no le dio importancia y, cuando calculó que faltaban cinco minutos para las 21, cruzó la calle, se postró frente a la puerta y tocó.
No había nadie en la calle y el silencio, combinado con el clima, hacía de la escena una puesta un tanto terrorífica. Volvió a tocar. Nada. Ningún testigo más que él, su libreta y la puerta de enfrente. Esperó.
De pronto, la puerta se abrió y entró.
La casa, por dentro, no ofrecía mucho. Una pequeña sala en el centro las hacía de recepción, lugar de atención para huéspedes y oficina. Al lado izquierdo, unas pequeñas escaleras de madera que conducían a un escueto segundo nivel. Al fondo, una especie de cocina y comedor nada excepcionales. A la derecha, una puerta de madera perfectamente cerrada. Guzmán bajó por las gradas de madera del lado izquierdo. Enseguida, su invitado notó el parche sobre el ojo derecho y precisó que, más allá de ese pequeño detalle, el dueño de la “Casa de al lado”, su principal sospechoso, el supuesto “joyero” era un tipo común y corriente. El personaje en mención interrumpió sus pensamientos e invitó a Ceballos a sentarse en la sala, no sin antes orquestarle una especie de saludo esbozando una tétrica sonrisa: “Has venido cinco minutos antes”. Sin permitir que Ceballos contestara, le sirvió algo de alcohol y sin preguntarle, encendió dos cigarros. No dijeron absolutamente nada durante algunos minutos. Ceballos, aunque quería decir mucho, decidió guardar la postura y resguardarse en su papel de detective.
-¿No tomará nada? – preguntó Ceballos intentando romper el hielo y curioso al ver las manos vacías de su anfitrión.
-Prefiero estar sobrio para la corriente de preguntas que mueres por arrojarme. Sé que sos periodista. Basta con el juego de policía. Estoy listo – le dijo Guzmán secamente a un Ceballos visiblemente sorprendido. Acto seguido, el periodista sacó su libreta y miró fijamente al sujeto.
-¿Por qué me invitó a su casa?
-Esta no es mi casa.
-Pues claro que sí…
-Es la “Casa de al lado”. ¿No es así como ustedes le han puesto? Si fuese mía la llamarían la Casa de Guzmán…
-Ya. Entonces repregunto, ¿por qué me invitó a la “Casa de al lado”?
-Has estado investigándome. Sería un pésimo anfitrión de mi biografía si no te invitase a conocerme más de cerca. Sé que te has tomado la molestia de entrevistar a varias personas, sobre todo por el caso que has bautizado como “los asesinatos del joyero”…
-Eso aún no es público, el Diario no me ha permitido publicar…
-Ceballos, estoy al tanto de todo – le interrumpió en tono paternal – Lo sabes bien. Por ello, te he invitado para hacerte una confesión.
-Lo escucho…
-He sido yo la mente maestra detrás de los recientes asesinatos. Un vagabundo, un oficial, una prostituta… han sido mis peones. Las joyas de sus víctimas son lo que a mí me interesa.
Ceballos botó el lápiz. La ceniza del cigarro que había abandonado entre su pulgar e índice derecho le quemó las puntas de los dedos. Guzmán extendió la mano y extrajo de la gaveta de la mesa de madera continua a su asiento, una cadena de plata con una pieza de jade. Se lo entregó al joven.
-Es el collar que estaba usando doña Blanca de García, cuando Josefo la apuñaló. Me encanta, pero sé que es lo único que podría servirte como prueba de que he sido yo quien ha robado esas joyas…
-¿Por qué confesarlo ahora?
Guzmán se puso de pie y comenzó a desvestirse y sobre su cuerpo desnudo, comenzó a colocarse una serie de collares, una corona de un material brillante y unos anillos de diversos colores. Ceballos se levantó y retrocedió unos pasos. Guardó el collar en su bolsillo y justo cuando se disponía a salir corriendo, Guzmán se quitó el parche del ojo derecho. Hubo silencio. Ceballos tragó saliva y se quedó inmóvil; aquel era el ojo más extraño que había visto en su vida. No distinguía pupila alguna, solo un universo infinito de colores y figuras que lo embobaban cada vez más. Vio cómo Guzmán se acercaba y sintió cómo sus manos apretaban las suyas fuertemente. “Harás todo lo que el mago te diga, por él y por sus joyas”, fue lo último que el joven escuchó antes de caer en un sueño profundo.
A la mañana siguiente, la sala de redacción estaba atónita. No podían creer lo que Marcos les contaba. “Interrumpió mi turno una llamada de la policía. Les prometo que todo lo que vi es cierto”, les contaba a sus colegas. “Los guardias habían entrado a la Casa de al lado, luego que un joven poeta les alertara que había escuchado forcejeos en el interior. Cuando yo llegué, habían encontrado allí a Joaquín Ceballos con el collar de doña Blanca de García en su bolsillo. ¡Y hay más! Cuando registraron la casa, encontraron la mayoría de las joyas allí. El inmueble ha estado abandonado desde hace años. Al parecer era el refugio en el que Ceballos guardaba todo lo robado… ¿pueden creerlo? Le vimos nervioso ayer. Discutió con el jefe. La premura de que acusáramos a ese tal Amado Guzmán por todos los crímenes era solo una cortina de humo para distraernos del verdadero asesino…¡él mismo!”.
La noticia inundó las calles. La calle en la que se encontraba la Casa de al lado, ahora acordonada por la policía estaba llena de reporteros y curiosos. El Señor Presidente había ordenado cerrarla y prohibir por siempre la entrada de cualquier civil. Esa misma tarde, por órdenes de presidencia, fusilaban a Ceballos, culpable de 5 asesinatos y apodado “el joyero”. Se le escuchó gritar “por él y por sus joyas” segundos antes de que una bala perforara su cráneo.
Lo que pocos sabían era que aquella tarde, con permiso de la presidencia, se paseó por la Penitenciaría Central un hombre con un parche en el ojo derecho. Buscaba asegurarse de que el fusilamiento se llevara a cabo y sin inconvenientes.
Y bueno, como dicen por allí, “nadie nunca le niega una cita a Amado Guzmán”.