Posada de mi pasado imagen

El anda, grandiosa y sofisticada para mi mirada infantil, era una pieza simple de madera decorada con musgo y manzanilla. Corrían los años setenta, tiempos simples y a la vez difíciles.

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Nunca supe quién tuvo la idea, ni siquiera recuerdo el año en el que empezamos. La celebrábamos todos los días de diciembre, o casi todos, o tal vez algunos cuantos. Lo cierto es que, en mi diciembre de niña, las posadas eran protagonistas de todos los días. Corrían los tiempos de Mixco, cuando vivíamos en aquel jardín inmenso habitado por una casita preciosa.

La Colonia, un aglomerado mixqueño de jardines con casas y casitas, era el mapa que una manada de gente, chiquita casi toda, recorríamos tarde-noche con el anda en hombros y los chinchines llenando el aire con los sonidos de Navidad. La Colonia tenía, digamos, personalidad, un alma propia, había sido fundada, no sé si con intención o por feliz casualidad, por familias amigas. Nuestros abuelos, los patriarcas.

El anda, hermosa, grandiosa y sofisticada para mi mirada infantil, era una pieza simple de madera que algunas mamás, no recuerdo quiénes, tenían a bien decorar con musgo y manzanilla, con adornitos de papel de china que nunca supe a ciencia cierta qué representaban. Parecían olas de mar, tal vez eran nubes. Dos imágenes que entonces veía enormes viajaban al centro de la pieza. María con mantilla celeste y ojos tristes, José con cayado, túnica amarilla y mirada de absoluta incertidumbre. Un arco los cubría para enmarcar sus presencias históricas. Ha de haber sido un alambre también forrado de musgo. En representación de lo que se supone sucedió hace siglos y siglos, viajaban durante inolvidables diciembres de los años setenta, rodeados de bulliciosos niños mixqueños.

Llevábamos farolitos de papel celofán rojo, con veladoras temerariamente encendidas. No recuerdo cuántos, pero era un pelotón de llamitas suficientemente cuantioso para iluminar la procesión completa. Niños y niñas, vecinos e invitados de los vecinos, mamás y abuelitas, todos caminábamos ufanos al lado o atrás del anda. Para cargarla nos turnábamos, alguien, una mamá sin duda, llevaba la meticulosa organización de los turnos. Los niños muy pequeños aún no participaban en esa importante tarea, era un asunto serio de estaturas y fuerzas mínimas. Una sola vez tuve el honor de cargarla durante los que para mí fueron quince eternos y anchísimos minutos.

Alguien, supongo que también era una mamá, guardaba hojas tamaño carta con las canciones escritas a máquina y, cada año, cada día de posada, las repartía para luego recolectarlas. A buen resguardo quedaban siempre los villancicos. Cantábamos desde “El Burrito Sabanero” hasta “Entren Santos Peregrinos”, pasando por “En el Nombre del Cielo”. Fue hace tanto y siento la cadencia de los cantos en el pecho, la letra intacta en esa parte de la memoria que alberga lo mejor de la infancia. La voz de Carola, una de las tantas madres, y la de Miriam, otra de ellas. No sé cuántos años hace que no las veo.

Los instrumentos musicales eran trofeos, reliquia, anhelo y motivo de disputa. Todos queríamos tocarlos. Chinchines y pitos cerámicos, unos cuantos tamborcitos que parecían de juguete y la emperatriz del evento, la muy codiciada tortuga con baquetas de marimba. Quien era premiado con el honor de interpretar el tuctuctuc-tutuc, era rey o reina de la tarde. Una sola tortuga teníamos para la creciente jauría de pequeños, deseosos todos de tocarla.

Cada tarde el destino era distinto. Esperaban los de la casa, siempre adentro. La comitiva con todos sus miembros, nos aglomerábamos en la puerta y, cantando, pedíamos posada. Cantando también, nos decían que no había espacio. Insistíamos, siempre cantando, hasta que, también con palabras de canción, nos dejaban pasar. Primero, por supuesto, entraban María y José, ella con sus ojos tristes bajo el mantón celeste, él con su rostro de confusión y pestañas de pincel.

Después de tanto cantar, nos esperaba una refacción que, para mi curiosidad y glotonería de niña, era siempre una sorpresa exquisita. Tostadas, chuchitos, champurradas, pastelitos de Rice Krispies, sandwichitos o cubiletes, cada casa era un destino culinario distinto. El común denominador, lo que no faltaba en ninguna de las casas-posada, era el ponche. Todavía siento su gusto a piña. María y José pernoctaban en la casa de la posada, un honor para la familia. No recuerdo haber tenido el anda en casa. 

Así sucedieron los hermosos diciembres de mis primeros nueve años. Mi recuerdo, con la tortuga como música de fondo, con los rostros de niños que pronto dejamos de serlo y nos desperdigamos por el mundo, con la fuerza guía de aquellas madres, se ensancha y cobra vida en ese sitio en donde las emociones olvidan que el tiempo es un fenómeno que trota sin detenerse ni repetirse.

Respecto a la codiciada tortuga, cuentan que un par de años después del último que nosotros vivimos en Mixco, alguien consiguió una segunda para hacerle compañía a la viejita y amansar la competencia. Pero eso, mis hermanas y yo ya no lo vivimos. Nuestra vida rural en aquella colonia en donde todo era familiar terminó con la muerte de mi padre. Emigramos a parajes más urbanos, a un apartamentito de ciudad, también precioso, pero sin jardín.

Por cierto, La Colonia tenía nombre, “San Ignacio”. Para nosotros, sin embargo, era y será, a secas, La Colonia.



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