Marvin Roberto fue, en la primera etapa de su vida, un gran chico. Amable, solícito, consecuente con los adultos y con sus amigos, a pesar de haber perdido a su mamá siendo muy pequeño. Si bien, no era una lumbrera, sí un estudiante promedio, ocurrente, bondadoso y, sobre todas las cosas, feliz. Dos meses después de la pandemia, su carácter había cambiado notablemente.
Estudiar su primer año de básicos, encerrado en su cuarto, no juntarse con sus amigos, no escaparse a ver a su enamorada, estaban cobrando la factura. Respondón, haragán y, sobre todo, con el humor a flor de piel, hacía difícil la convivencia con su padre y madre adoptiva. Había excepciones, sus dos abuelas, la materna carnal -Julia- y la mamá de su madrastra -Bertha-, cuyas empatías siempre calmaban los diablos en aquel hogar. Hay que acotar que su madrastra había asumido el rol de madre y no hacía distinción entre sus propios hijos y él. Al cuadro hay que sumar los sueños recurrentes de Marvin Roberto… su padre a la orilla de su cuna y una mujer gritando a sus espaldas ¿era aquella desconocida su mamá?
Debido al cambio de humor del joven, no extrañó mucho que una mañana de julio apareciera el azucarero volcado en el suelo del comedor. Cuando lo llamaron para que respondiera por su acto vandálico dijo que no había sido él. “Hijo” –le dijo su padre- “anoche te quedaste aquí haciendo tus deberes y la primera en entrar fue tu mami”. A regañadientes, pensando que habían sido sus hermanos pequeños, barrió y limpió el piso. “Mi papá” -se dijo- “él es diferente a todos los demás en esta casa; no sé por qué lo detesto tanto”; el sueño acudió vagamente a su memoria. Aquella noche se quedó encerrado en su cuarto con doble llave.
A la mañana siguiente, la alacena estaba abierta y el arroz desperdigado por el piso de la cocina. De nuevo recayó la culpa sobre él, que, estoicamente, recogió el grano y luego lo fue a echar al jardín para que las palomas y otras aves llegaran a comerlo. Esa noche, sin que nadie de la casa lo supiera, el padre puso una trampa que consistió en algunos hilos cruzados, invisibles en la oscuridad, amarrados en sus extremos a ollas y sartenes. A la mañana siguiente la primera en entrar al comedor fue una de las abuelas, Julia, quien se trajo abajo la aparatosa trampa. Inmediatamente llegaron todos a ver qué había sucedido, pero el susto de la pobre anciana no fue tanto como lo fue el encontrar la mesa del comedor y las sillas patas arriba.
El último en llegar fue Marvin Roberto que, sin mediar palabra, entró en la estancia y empezó a ordenar las sillas indicando que no había sido él. Para alzar la mesa, sin embargo, necesitó ayuda ya que pesaba demasiado. Su padre admitió que no podría ser Marvin, pero tenía que haber una explicación lógica. Lucía, la bebé de cuatro años, dijo espontáneamente, “fue la Bubu”. Julia se llevó la mano al cuello y Hernán, el padre de Marvin tuvo que sentarse pálido como un papel, “a ver niña ¿qué estás diciendo?”, “la Bubu, así me dijo que se llamaba”. “¿Quién es la Bubu?”, preguntó Bertha. “Así le decíamos a mi hija de pequeña”, contestó Julia. “Pero, durante nuestro noviazgo, nos pidió que no la llamáramos así nunca más… Por eso es imposible que esta niña haya escuchado ese mote” -dijo el padre.
Esa tarde, a la hora de la siesta, Marvin Roberto, Julia y Lucía (la madrastra), soñaron a la Bubu. En el sueño ella los conducía por un casi borrado sendero, ubicado en la parte de atrás de la propiedad que, al bajar hacia el río, se trasformaba en un barranco. Ya abajo, a la par del nacimiento de agua, cubierto por una podrida tapadera de madera, a su vez cubierta por hojas y hojas caídas a lo largo de los últimos años, estaba el pozo. En el sueño, vieron cómo una aparición se paraba a la par y señalaba hacia el fondo.
Julia llamó a la policía. El cuerpo de su hija dada por muerta hace trece años estaba en aquel profundo hoyo. Y efectivamente, ahí apareció la calavera maniatada. Aquella mujer no había abandonado su hogar como todos creían, había sido asesinada. La investigación reconstruyó los hechos que, paso a paso, condujeron directamente al culpable del crimen: el padre de Marvin Roberto. Este finalmente confesó que un malentendido relacionado a su hijo Marvin terminó en una acre discusión que se salió de las manos. Nunca aclaró cuál fue la confusión, ni siquiera en el juicio.
Marvin Renato, entre sueños, recordó a su padre desnudo tocándolo. Entre nubes vio a su verdadera madre gritando e interponiéndose entre él y la criatura. Horrorizado llegó a la conclusión que su padre había querido abusar de él.