Cuando cumplí diez años mi vida fue celebrada. Soplé un pastel con velitas. Recibí abrazos y palabras dulces, juguetes y golosinas, una niñez a buen resguardo. Quienes me acariciaron me protegían. No supe de manos que me golpearan o manosearan mi intimidad, eso no existía. Una entre las pocas afortunadas, no fui objeto de oscuras intenciones. No corrí la suerte que a ellas, las niñas de Guatemala, les toca padecer.
Durante el 2017, de acuerdo al Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS) 90 mil 899 niñas y adolescentes entre los 10 y los 19 años se encontraban en estado de gestación.
Cuando cumplí doce años, mi inocencia permanecía intacta. Mi cuerpo de niña gastaba horas jugando. Si mi cintura padecía dolor, era por las vueltas que daba a mi aro, jamás por cargar agua para bañar a mi abuelo o leña para el hogar de tantos. No me dolió el cuerpo por haber sido utilizado por otro, no sentí el peso de un hermano que me forzara, no me robaron eso tan sagrado. A ellas se los siguen arrebatando. Algún cerdo las disminuye con violencia.
Todo embarazo entre los 10 y los 14 años es considerado producto de violación, por definición. Eso no significa que no existan embarazos entre los 15 y los 20 años producto de violencia sexual o psicológica.
No les permiten conocer su voluntad. No llegan a entender que la tienen, que es una llave maestra.
Mi cerebro fue nutrido con esmero, recibí instrucción y conocimiento. Me hablaron de capacidades. A ellas nadie les ha dicho que son capaces de tanto y no las descubren, únicamente conocen la capacidad de sobrevivir.
Si entré a la cocina fue parte de algún juego. Aprendí y me divertí. Nunca me obligaron a cocinar para ellos, ni a verlos comer y mucho menos a alimentarme de último. Mi iniciación en esos fuegos no fue oscura ni impuesta.
A los catorce años atravesé el puente misterioso de la pubertad, cada paso del viaje acompañada. Recibí información, cuidados y la promesa de que mi cuerpo, que empezaba a ser de mujer, me pertenecería siempre a mí. Nadie más decidiría sobre él. Cuando me sentí preparada, fui yo quien decidió. El día que yo elegí, el hombre que me hizo sentir amada y valorada, fue bienvenido. A ellas las tocan muchos, las humillan todos y las manchan para siempre. Las someten al primitivo y escalofriante derecho de pernada, concepto que conocí hasta que se atrevieron a condenarlo. Las utilizan, son objetos. O las casan niñas, cuando van a medio puente y su esencia es aún infantil. Son moneda de trueque, billete para celebrar alianzas.
Cuando mis entrañas estuvieron listas, concebí hijos. Lo hice con gozo. Mi vientre saludable, maduro, mis pechos plenos para alimentar, mi alma preparada para amar. Los catorce años habían quedado muy atrás. Ellas no poseen la misma fortuna. Nadie les enseña a esperar. No se los permiten. Sin conocer lo que es una oportunidad siquiera, les inyectan criaturas a criaturas. No pueden amamantar aún, mucho menos amar. De amores o leche, esas niñas-madres no tienen noción.
Las estadísticas muestran que hay municipios en los que el 40% de los embarazos suceden en niñas y adolescentes y que la condición de pobreza en ese universo es generalizada.
Son valientes dentro del sometimiento, aunque suene contradictorio. Porque a pesar de ser transgredidas persisten. Aún despojadas de su voluntad, aún privadas de opciones, luchan. Cargan cántaros, llevan a cuestas leña o críos, cocinan y limpian y lavan. Sienten y piensan como todos, pero no encuentran la salida porque el sistema no lo facilita.
Existen historias de amor, las de niñas afortunadas, y existen historias de terror, las de ellas. Hay cobardía e ineptitud en el país porque no hacemos nada drástico para cambiar el horror por esperanza. Son historias que suceden en el mismo país, somos hermanas y el contraste de nuestros destinos es abismal.
La mayoría de esos embarazos, dice un estudio realizado por UNICEF y la organización Plan Internacional en seis países América Latina, son producto de violencia sexual, pues las jóvenes están expuestas a condiciones de alta vulnerabilidad.
Conozco detalles de la vida que llevan. Lo leo, me lo han contado ellas mismas. Sé de los abusos que en su contra se cometen. Sé que las golpean, las violentan, las embarazan sin que sus cuerpos o su entendimiento estén preparados.
Hoy que leí la cifra-sentencia del 2017 sobre lo que las niñas de Guatemala padecen, pesa aún más el status quo. Siento el dolor que padecen, el vacío que habita su espíritu y sus carencias infinitas. Veo sus vientres abultados y su futuro mutilado.
Estos párrafos son un intento de exorcismo. Cuentan las cifras y comparten la reflexión. Pero debemos hacer algo, se lo debemos a ellas. Pues aún en este siglo XXI en el que hablamos de equidad, de inclusión, de derechos y oportunidades para todos, las excluimos. Para muchos son la piedra en el zapato.
“Ni físicamente ni emocionalmente están preparadas para ser madres. Se interrumpen los procesos de vida de las niñas, pero también se interrumpe el desarrollo de sus familias, sus comunidades y de la nación completa.”
Carolina Escobar Sarti, directora general de la Asociación La Alianza.
Olvidamos que las niñas guatemaltecas son parte vital de nuestro todo. La niña indígena del altiplano, la campesina de oriente, la chiquilla urbana del área marginal, la del semáforo, la del mercado, la de la calle.