Miedos nocturnos imagen

Hay algunas almas que no logran traspasar los umbrales del más allá… Espíritus errantes nos acompañan y muchas veces tratan de comunicarse con nosotros.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

En Guatemala todavía hay comunidades que conservan sus casas antañonas, especialmente, abundan en el interior de la República. Propiedades -de 15 o más habitaciones, 3 patios, caballeriza, pozo de agua- cuya razón de ser fue la de albergar familias numerosas dedicadas a regentar el trabajo agrícola y ganadero en sus provincias. Un universo que, salvo la introducción de la luz eléctrica, agua potable y otros lujos que en el presente son asumidos como parte indispensable de la vida cotidiana, pareciera no haber evolucionado en absoluto.

La casa de la que se ocupa este relato, ubicada en las afueras de Acatenango, era un lugar considerado como sagrado por la familia Calderón y como tal fue conservado, incluso, más allá de la muerte de la bisabuela Dolores, acaecida medio siglo atrás. Mujer tozuda y voluntariosa que alcanzó a hacer su voluntad más allá de la muerte. Al menos temporalmente. A pesar de ello, muy poca gente visitó la antañona mansión, todos decían que allí espantaban y siempre encontraron una excusa para no regresar.

El tiempo pasa y no siempre respeta lo que, con tanta previsión, disponen los vivos para el futuro, cuando ya no estén entre nosotros. Daniel, perteneciente a la generación más reciente de los Calderón, se dispuso a pasar un par de días en la casa para ultimar los detalles de una futura venta. Nada de lo que había allí adentro le interesaba y todo le parecía viejo y sin valor. La servidumbre, algunos de ellos formados por la antigua propietaria, pusieron el caserón a punto y la estancia brilló de nuevo para recibir al huésped.

Le tocó hospedarse en la habitación que daba al segundo patio, la más cercana al único baño de la casa. El servicio se retiró a la guardianía aledaña después de las diez de la noche. Daniel estaba exasperado, la señal de Internet no entraba en esa área rural, así es que dedicó todo su tiempo a jugar solitario en su celular. Por supuesto, que jamás le pasó por la cabeza buscar un buen libro en la biblioteca familiar. A eso de la medianoche empezó a llover a cántaros y minutos después se fue la luz. “Maldita casa”, pensó, “habría que demolerla y hacer un edificio”. Y se durmió. A eso de las tres de la mañana lo despertó la luz de su móvil y se sorprendió cuando vio a un pequeño niño jugando con él. Cuando el infante se percató que era observado, se apagó el celular y quedó todo en tinieblas.

A la mañana siguiente le preguntó al ama de llaves quién era aquel niño. Ella, sorprendida, le dijo que en aquella casa “no había niños” y que, “el último”, había muerto, mientras dormía, a mediados del siglo pasado. Lo que la mujer no le dijo es que la criatura había fallecido en la habitación que él estaba ocupando y que sus restos descansaban en el patio de atrás, en lo que fue el cementerio familiar.

A la siguiente noche se despertó a las tres de la mañana. Un ruido debajo de su cama. Lo primero que pensó fue que se trataba de un tacuazín y estiró la mano para encender la luz de la lámpara sobre la mesa de noche. No tuvo oportunidad porque las sábanas se resbalaron de la cama, como haladas por una potente mano. Del susto tiró la lámpara al suelo. Tomó el celular y encendió la linterna, se inclinó e iluminó debajo de la cama esperando ser atacado por el roedor. Nada. Una risita infantil le heló la sangre. Cuando se bajó de la cama para encender la luz del techo, una mano fría le agarró el tobillo. Alumbró con su linterna.

Qué vio aquella noche, no se supo. Lo encontraron en el suelo con un gesto de terror en el rostro. En la pierna derecha, a la altura del tobillo, un moretón con la forma de una mano infantil.  

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