Tenía unos 40 años de no percibir que los días fueran tan largos.
Y no por falta de trabajo porque este, al menos hasta hace un mes, siempre me abundó más allá de lo razonable. Incluso ahora, a mis 57 primaveras, simplemente la rutina diaria, el tráfico de ida y vuelta de Antigua a Guatemala y viceversa, atender a diferentes tipos de personas en la galería, investigar durante el tiempo disponible, dar clases, el teatro con todo lo que implica, en fin, tradujeron mi percepción temporal en una rutina implacable e ineludible.
Al principio del encierro dormí un poco más de lo acostumbrado, pero mi conciencia, para variar, me empezó a atormentar por medio de pesadillas. Le temo a la inactividad. Ni modo, con tantos años de tener misiones diarias, la casa fue la primera en reclamar un poco de la atención relegada a base de excusas. Lo primero que aparecieron en las tenebrosas visiones fueron las gavetas olvidadas. Tenía tanto de no abrirlas que hasta las arañas que se habían colado en su interior estaban ya disecadas. Fotos de teatro, programas de mano, recortes amarillentos de prensa y algún que otro catálogo traspapelado y que nunca encontré cuando lo necesitaba.
Luego, enfrentar el terror. Había que descolgar las pinturas y darle la batalla a los arácnidos que sí estaban vivos y que habían construido sus palacios en la parte posterior. De paso, ¿por qué no?, reubicar los cuadros y cambiarlos de estancias para refrescar las vistas del hogar. Entonces los muebles reclamaron su turno y así, luego de moverlos, le llegó el momento de una limpieza más consciente al resto de la casa. El resultado, que casi no me puedo menear a causa de los dolores musculares que el ejercicio me provocó.
El ocio me llevó a los anaqueles, los cuales limpié, para luego seleccionar lecturas pendientes. Le hice frente a Roald Dahl y su “Charlie y la Fábrica de Chocolate” y quedé arrepentido. Son las 198 páginas, ilustradas, más difíciles de leer de la historia. No logré concentrarme y por ende lo fui abarcando de manera atrabancada. Como soy extremista, el siguiente turno fue para “Nuestra Señora de París”, de Víctor Hugo, la cual era una deuda que le tenía a mi adolescencia. Y ¿saben una cosa?, en el primer sentón me leí 117 páginas. A pesar de la lluvia de referentes, es un libro en todo el sentido de la palabra. A este le seguirán el primer tomo de Juego de Tronos, luego algo de Julio Verne y después el libro VI de Harry Potter.
El resto del tiempo se ha ido en atender a mi pareja, cocina, jardín, estudiantes vía Skype, Relato.gt, mi autobiografía, redes sociales personales y de El Attico, dibujar, películas, Scrabble y lo que me va saliendo al paso. Actividades que han contribuido a que mis días de cuarentena sean una época que recordaré como un capítulo especial de mi vida. Algo así como mis vacaciones del fin de año de la infancia.