Me subí a un camello y esta es mi historia imagen

Entonces lo vi: los camellos estaban recostados en un parqueo, descansando y esperando a que sus dueños terminaran de comprar mercancías.

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Cuando lo vi perdí la cabeza. Una de mis metas para el viaje que hice a Tierra Santa era tocar, montar y fotografiarme con un camello; esos animales increíbles de los que los americanos solo escuchamos pero pocas veces vemos y tocamos.




Pasábamos por los áridos desiertos de Jericó, en Israel. Las tímidas montañas cubiertas de arena y rocas se erguían al lado de una monumental carretera, de esas que no hay en Guatemala. Algunas palmas africanas adornaban el paisaje, y las luces de las estrellas que comenzaban a asomarse prometían iluminar no más allá de lo que mis ojos podían ver. A lo lejos, cohibida entre las palmeras y las montañas estaba un pequeño pueblo cuyo nombre no recuerdo. El guía que nos acompañaba en el bus debió haberlo dicho, pero entre mi asombro que se notaba por mi frente pegada al cristal y el ruido, no pude escucharlo bien.

Solo faltaba un pequeño detalle: camellos. Y pareció que Jericó me leyó la mente, porque justo cinco minutos después de haber pensado eso, una especie de centro comercial clandestino, con una gasolinera de mal gusto y un mercado “express” aparecieron al lado de la ruta. Entonces lo vi: los camellos estaban recostados en un parqueo, descansando y esperando a que sus dueños terminaran de comprar mercancías.




El bus se detuvo después de que le rogara al guía que nos concediera una “visita rápida” a los camellos. Me bajé del bus al escuchar los frenos y me dirigí a los camellos. Estaba asombrado: una cosa es verlos en fotografías y otra tenerlos a cinco centímetros. Me llamó la atención el del lado derecho. Era más pálido y parecía “más” sonriente. Antes de poder tocarlo, se me acercó un israelí con una vestimenta lejos de la estereotipada. Jaryad (cuyo nombre sé que no se escribe así, pero al menos así lo escuché) vestía unos jeans y una camisa estilo polo y era dueño de los camellos. Le hablé en inglés y mantuvimos una conversación corta sobre el camello. Me contó que se llamaba “Shushu” y que era de allí, de Jericó.

Shushu había nacido en una familia de mercaderes procedentes de Jordania que se habían mudado a las cálidas tierras del desierto de Jericó. La razón no llegué a averiguarla, solo sé que “mi camello” había sido adquirido unas semanas después de que esa familia se hubiese asentado allí y que se los habían vendido a “buen precio” (un camello suele costar unos 15,000 dólares, según Jaryad). Después de la conversación, le pagué cinco dólares Jaryad me subió a Shushu, dio la orden y el animal se levantó con un movimiento que jamás olvidaré: inclinó su cabeza con su cuello largo hacia adelante, levantó el trasero rápidamente y por último las patas delanteras. Quedé suspendido en el aire sobre las dos jorobas del camello y pasee por unos minutos por el parqueo clandestino. El camello se detuvo cuando Jaryad se lo indicó y fue allí cuando recordé esa historia que me contaba mi tío de la vez que cabalgó en El Cairo: “Me cobraron diez dólares para montarme al camello. Los pagué y me subieron. Cuando estaba sobre el animal y me quise bajar, me cobraron otros diez dólares para ayudarme a hacerlo. ¡Fue una estafa!”.

Pero tuve suerte. La historia de mi tío no se replicó en esta ocasión. Bajé sin pagar más y fue un momento genial, pero para nada a como me lo había imaginado. “Cabalgué” sobre pavimento, no sobre la arena y esquivé autos, no dunas y aunque la iluminación no fuera la de las estrellas sino que la de una gasolinera nómada en medio de la carretera que divide Jordania y Jericó, la experiencia fue increíble. Shushu fue el mejor acercamiento a la experiencia “medioriental” que buscaba. Más allá de montar un animal, lo increíble fue conocer su historia, hablar con Jaryad, crear esa conexión con la cultura y vivir esa experiencia única.

Más tarde, llegué a Jerusalén, pero esa si es otra historia.

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