Amelia y Susana eran consuegras. Ambas, viudas y las dos madres de un único hijo cada una: Amelia, de Helena y Susana, de Francisco José. La practicidad, la convivencia y, sobre todas las cosas, la buena educación llevaron a este par de viudas a vivir juntas en un amplio apartamento no muy lejos del hogar de sus respectivos hijos y sus tres nietos. La amistad llegó a ser tan profunda que, incluso, fusionaron sus secretos de cocina, entre ellos los del fiambre, creando manjares cuyos sabores atraían infinidad de paladares cada 1 de noviembre. Aquel año, los comensales tendrían que esperar, pues el núcleo familiar se iba a escapar al puerto para aprovechar el puente que la fecha les ofrecía.
La tarde del jueves, Amelia se acercó a la casa de su hija para dejar los maletines con la ropa para el viaje. Susana, mientras, siguió trabajando en algunos detalles relacionados con el bendito fiambre y los postres para el viaje. De pronto, con desagrado, vio en la ventana de la cocina, por el lado de afuera, una enorme mariposa negra. “Hay, Dios mío”, pensó, “hay que ahuyentar a esta embajadora de la muerte, presagio de mal agüero”, y la espantó. Regresó a lo suyo, con el pensamiento de que había cambiado una vida humana por la de algún animal. “Así funcionan estas cosas, la calaca no se lleva a un humano, pero siempre cobra algo a cambio”.
El lepidóptero voló con su inestable aleteo y se posó sobre el techo de una residencia cercana, a la par de tres mariposas más, fuera del alcance de la vista: el hogar de Helena y Francisco José. Un par de horas más tarde, Susana seguía con el flato que la aparición de la mariposa negra le había provocado. Incluso, estuvo tentada de comentarle el asunto a Amelia y sugerirle al resto de la familia que mejor suspendieran el viaje. No lo hizo.
Francisco José acondicionó los dos vehículos y repartió a los viajeros. Helena, que saldría antes, se llevaría a Susana en lugar de su mamá y a sus dos pequeños hijos. Y con él viajarían entonces su suegra, Miguel (su hijo mayor) y la trabajadora doméstica, quien, de alguna forma, era considerada ya como alguien de la familia. Ella salió primero, a las 10:30 de la noche, ya que Francisco José tenía que recoger a Amelia con el fiambre y los postres.
En el camino, todo fue alegría. El primer carro, con música de los fallecidos José José, Camilo Sesto, Rocío Dúrcal y Juan Gabriel; y en el de atrás, una reposición del partido de fútbol de la liga de campeones. Mensaje de WhatsApp, de Susana a Amelia: “Por dónde vienen”. Respuesta: “Por Palín, y ustedes”. “Ya en la recta de San José, pero está lloviendo a cántaros”.
Pasados 40 minutos, ya en la recta, Francisco José tuvo que aminorar la marcha. Había habido un accidente un poco más adelante. Amelia sintió una opresión en el pecho y volvió a pensar en la mariposa negra. “Era solo una”, se dijo, “no son ellos”. Cuando llegaron al sitio del accidente vieron la camioneta de Helena, debajo de un camión, completamente destruida.
En el choque murieron los cuatro, dejando en el otro carro a Susana, sin su hija y sus dos nietas; a Francisco José, sin su madre, su esposa y sus dos hijas; y a Miguel, sin su mamá, sus dos hermanas y su abuelita. Susana nunca se dio cuenta de que, al espantar la mariposa, había cambiado su futuro. El cambio de asiento con su consuegra le había salvado la vida. En la capital, cuatro mariposas negras elevaron el vuelo desde el techo en el que reposaban rumbo a un destino desconocido.