Buena parte de los guatemaltecos padece de corta memoria. En su frenesí por resolver lo cotidiano, desarrollan la capacidad de olvidar eventos que han marcado la vida de la nación y de los que se podrían aprender grandes lecciones. Es como padecer miopía cerebral colectiva; amnesia que les impide pensar con claridad, percibirse a futuro y aprender algo de las catástrofes pasadas. Y no se crea acá que estoy hablando de política, tema que afecta la realidad psicológica del país con la misma fuerza destructora de un huracán. Por cierto, ¿se acuerdan del Mitch o del Stan y los resultados de su paso por nuestro territorio?
Las memorias escritas de algunos abuelos narran que, entre el 17 de noviembre de 1917 y el 5 de mayo de 1918, hubo una serie de seísmos que arruinaron la capital de la República y otras comunidades aledañas. Amatitlán, con sus bellos hoteles y construcciones coloniales, cayó en los embates del primero de ellos. Luego vinieron las réplicas que, de a poco, se asimilaron como normales. “Lo peor había pasado”, se dijeron engañados. Ya entrada la noche de Navidad, a las 22:20 horas, se sintió uno devastador. Para muchos fue eterno y hay quienes indicaron en sus registros que duró cerca del minuto. “Eran como ondas acuáticas”, apuntó en su diario personal, Herlinda Castro. “Ninguno quiso regresar a sus casas. A la luz de la Luna se podían apreciar los severos daños causados a todas las construcciones del barrio”. Continúa más adelante: “Quién nos iba a decir que una hora después vendría otro de igual duración, pero más terrible. Y los retumbos y las tejas cayendo desplomadas junto a las paredes, cuadros, la porcelana, macetas y otros objetos hechos añicos”. La noche y la madrugada fue un constante hamaqueo. Habría, a plena luz del día, otro temblor fuerte el Día de los Inocentes.
“Madre”, escribió entre otros pensamientos, Alberto Velázquez a su progenitora que se encontraba en Tegucigalpa, “si viera la ciudad se le partiría el alma. No hay casi nada en pie. Desde los Potreros de Corona hasta la finca Las Charcas, las calles están llenas de grietas de distinta profundidad. Hay escombros por todos lados. Sigue temblando y, según dicen los de la Cruz Roja, es normal porque ya es el final de esta catástrofe. Nosotros estamos viviendo en una temblorera que construyó mi hermano en el último patio de los que fue nuestra casa, así que no se preocupe y ni piense en venir. He escuchado que hay brotes de fiebre tifoidea”. Al día siguiente de enviada la misiva, faltando 20 minutos para las 11 de la noche, otro devastador terremoto le pegó una nueva estocada a la malherida ciudad. Algunos relatos asientan que “fue tal el zarandeo, que era imposible mantenerse en pie”. Todavía vendría el más fuerte de todos, el 24 de enero de 1918. Luz, en su terror de niña de 13 años, siempre contó que lo que “más la había impresionado aquella noche fue la luna llena moviéndose violentamente de un lado a otro”. Hasta mayo, los citadinos no tendrían paz.
Buena parte de Guatemala sufriría la acometida de otro terremoto en febrero de 1976. Incluso algunos de los que vivieron la experiencia de 1917 y 1918, lo experimentaron. En este punto surge una pregunta: ¿Estaban preparados los chapines para este nuevo evento telúrico? Me parece que, por la cantidad de muertos y la destrucción acaecida, no. Aparte de rogarle a Dios, ¿qué haría usted si hoy en la noche se despierta en medio de un terremoto devastador?