Desde 1976 he vivido de manera intermitente entre la capital y la provincia (Sacatepéquez). En ambas locaciones, rodeado de bosques, ríos y misteriosos ruidos. De allí que la noche cobre diferentes dimensiones para los que viven en cascos urbanos y los que estamos rodeados por la naturaleza. La cuarentena y los toques de queda han evidenciado, al reducir la contaminación auditiva, presencias a las que usualmente no se les ponía atención.
El día entero se escuchan diferentes sonidos principalmente de aves que, desde las copas de los árboles, se ocupan de sus rutinarias labores. Entre ellas, cortejarse con sus más excelsos trinos, construir nidos, alimentar a sus crías y espantar intrusos que representen algún tipo de peligro. Estoy rodeado de varias clases de palomas, tórtolas y similares, que gorjean el día entero.
Empieza a oscurecer y el coro se alborota. Hay un festejo de aves que le dan la bienvenida a la noche. Que Dios nos ampare de escucharlos parados debajo de un árbol, seguramente terminaremos acribillados de jugosos excrementos. En simultáneo, las gallinas del corral cacarean triunfales cada vez que ponen un huevo, vaya alboroto. El gallo, que canta la primera vez a las tres de la mañana, anuncia su poderío cuando le viene en gana. De todos estos, es el único que se manifiesta tanto de día como de noche.
Y con la caída del sol se hace la sordina temporal. Entre más tarde es, el ruido del silencio en el toque de queda, se hace más evidente. Una que otra moto llevando medicinas, la destartalada patrulla que pasa traqueteando sobre el empedrado y los chuchos ladrándole a sus visiones nocturnas son los más comunes, aunque se van espaciando al filo de la medianoche. Al dar el reloj las doce campanadas, las cámaras de seguridad también registran la aparición de animales poco usuales. Felinos de monte, tacuazines, murciélagos, búhos y otros seres que no se dejan ver en otras circunstancias. En especial los de ojos que brillan desde los rincones de la oscuridad.
Tanta vida es tranquilizadora, por un lado. Somos parte de la naturaleza y esta nos regala sus bondades. Pero ¿qué pasa cuando de golpe se callan todos los seres vivientes y pareciera que la misma noche se queda congelada en el tiempo? Muchas personas, especialmente las que viven cerca de los cementerios, dicen que están escuchando cosas que antes no captaban. Lamentos que no provienen de gatos en celo. Dicen que son almas atormentadas cuyo lamento se cuela por las rendijas de puertas y ventanas.
Los que tienen jardines han avistado presencias extrañas deambulando. Figuras evanescentes, sin rumbo ni destino que se entretienen extasiadas frente a un rosal. Otras que miran hacia adentro por los cristales buscando algo o a alguien. No se inmutan ante la presencia humana, pareciera que transitan por una realidad paralela de la que solo se escapan los sonidos y sus efigies. Dicen que son los buscadores de almas desorientadas. Otros, anotan que ellos son las almas errantes.