Los señores González imagen

La pasión del amor se trasformó en poco tiempo en una relación de acusado odio.

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Leonora y Joaquín se conocieron, por casualidad, en el centro comercial del pueblo. Sus miradas se cruzaron mientras él buscaba, como rutina semanal, un CD de una cantante que nunca tenían en esa tienda. Ella, nerviosa, se puso frente a él en la sección de los long play sonrojada y sin saber muy bien qué hacer. Joaquín, atarantado por la emoción, dejó caer los discos ocasionando un estruendo que terminó azorándolo mientras ella, carcajeándose de los nervios, se acercó a ayudarlo mientras los empleados se acercaban molestos para arreglar el estropicio. Ante la inseguridad de Joaquín, Leonora tomó la iniciativa y lo invitó a un helado. Él aceptó tartajeando un sí, mientras el color de su cara pasaba de rubicundo a bermellón. Es quizás este momento el más mágico de toda su relación. Ambos tenían por ese entonces dieciséis años.

Foto: Twitter



Pasaron de novios el resto de la adolescencia y buena parte del trayecto universitario. Ambos, en poco tiempo, atormentados por celos infundados empezaron a pelear apasionadamente, incluso en público. Los dos, al parecer de sus amigos inmediatos, conseguían potenciar sus emociones negativas provocándose continuamente. Por eso, cuando anunciaron su matrimonio, muchos trataron de hacerlos meditar aquel paso. “Si esto es ahora de novios”, le dijeron a cada uno por su lado, “imagina lo que va ha ser el matrimonio”. Quizás la sentencia más clara de los que les deparó el futuro fue durante el enlace religioso: “hasta que la muerte los separe”. A partir de ese momento fueron los señores González.

La pasión del amor se trasformó en poco tiempo en una relación de acusado odio. Tan intenso como los momentos álgidos del ardor que los abrazó en su momento. Los dos alimentaban sus inseguridades sospechando del otro, revisando sus celulares, tergiversando conversaciones, miradas y risas. Cada uno se trasformó en implacable celador y, en la evolución hacia la catástrofe final, en fríos verdugos. Sin embargo, cuando la familia cercana o los pocos amigos íntimos les trataban de hacer ver el infierno en el que vivían, ambos respondían a la defensiva negando cualquier tipo de observación relativa a su trato marital.

La última etapa involucró pequeños actos de venganza que redundaron en la destrucción de objetos preciados, ataques a las mascotas favoritas de cada uno, o el rechazo de los amigos personales. Joaquín, en un acto aislado de claridad, sugirió que quizás deberían separarse. Ella, dolida y llorosa, pidió perdón por sus acciones y sugirió que se dieran un mes de convivencia para tratar de enmendar la situación. Él accedió. Para sorpresa de los testigos, dejaron de discutir en público y según los núcleos familiares, la relación encontró un precario punto de armonía.

Foto: Getty Images



La noche del desenlace, Leonora, le preparó una opípara cena. Todas las viandas, las favoritas de ambos. Rieron, comieron y bebieron, en medio de un ambiente que más que festivo pareciera un mal augurio. Escucharon música y Joaquín, con los ojos un poco vidriosos, levantando la copa en alto, brindó con una lúgubre sentencia: “levanto mi copa soñando con lo que pudo ser y no será”; a lo que ella respondió “si amor, creo que nuestro matrimonio solo podrá romperse hasta que la muerte nos separe”. Ninguno de los dos supo que, una había envenenado la salsa que Joaquín se sirvió sobre el lomito y que el otro, había emponzoñado el vino blanco que ella estaba tomando con su pescado. Minutos después ambos, presas de dolores horribles, perdieron la vida en medio de la angustia, la sorpresa y el infinito odio mutuo. Fueron enterrados en el mausoleo familiar de los González, uno al lado del otro, por toda la eternidad.

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