Emilio Vásquez se quedó paralizado de pies a cabeza. Luego dio la media vuelta, con intención de regresar al banquillo detrás de la solitaria barra y abrir otra cerveza. “¡Solo locos le faltaban a esta calle, y parece que el primero ya aterrizó!”, pensó, intentando agregarle un detalle cómico a lo que había sucedido. Cumplió sus intenciones y, dándole gusto al cuerpo, tragó su segunda cerveza más rápido de lo que hubiese querido.
El hijo de Fausto Vásquez era un muchacho alto (o al menos “alto” para el estándar del barrio), con el cabello liso, largo, despeinado y la tez pálida. Sus ojos confiados le colgaban sobre una larga nariz, claramente heredada de su padre. Era piel y huesos, delgado y atento. La vecina, una anciana casi sorda, lo miraba siempre con lástima y cada vez que podía le ofrecía una rodaja de pan, que iba acompañada de su célebre frase: “Estás tan delgado que te apuesto que no comes y solo bebes. Sal de ese bar y ponte a estudiar”. Y la anciana no se equivocaba del todo. La pobre educación que Fausto le había dado a su hijo se manifestaba en sus pésimos hábitos alimenticios y su poca importancia por el mundo, detrás de las paredes de la cantina “Querida Mía”. Emilio no tenía amigos, salvo un gato obeso, “Peón”, que merodeaba por su casa de vez en cuando. Nunca había conocido a su madre, y prefería no volver a preguntarle a su padre por ella, puesto que la última vez que lo había hecho, Fausto Vásquez le había respondido que era una prostituta que logró colarse en su vida, para luego escapar tras el parto de Emilio. Verdad o mentira, el muchacho se había resignado a indagar más en la historia. Se pasaba el día durmiendo, caminando por las calles, fumando en el parque y lavando vasos y tarros de cerveza. En 23 años no había hecho gran cosa con su vida, salvo manejar el bar desde los 15 y haber salvado a un borracho de ahogarse en su propio vómito. Sin embargo, detrás de aquel delgado cuerpo y planta de vagabundo, Emilio era un poeta escondido. Solía escribir versos en servilletas que robaba de los comedores de las calles y las guardaba en una gaveta con llave en la cantina. A pesar de no haber llegado a la secundaria, el joven poeta utilizaba un lenguaje apropiado e incluso elevado, y rimaba, con facilidad, millones de versos que desbordaban figuras literarias utilizadas de una forma excepcional. La poesía era su secreto y su mayor pasión.
Habían pasado ya 10 minutos de la hora de cierre cuando el muchacho puso el viejo candado a la reja de la cantina y cerró la puerta de madera que daba a la calle. Caminó tres pasos y cerró con candado el ventanal. Un frío recorrió su delgada espalda y le heló los huesos. De pronto sintió un escalofrío y acto seguido un miedo inmenso, pero injustificable. Se dio la vuelta. Espaldas a la puerta y frente a la barra y las pocas mesas que había dentro del local, Emilio se quedó unos minutos observando el largo pasillo que conducía hasta una puerta de metal. Detrás de ella, unas estrechas gradas subían en espiral al segundo nivel de la casa. En ese piso había una cocina mediocre, una mesilla con tres sillas, un sillón azul antiguo, un baño que luchaba por parecer decente y una habitación con dos camas pequeñas. Sintió, como ya era tradición, esa negación interna de subir a “casa”, enfrentar a su padre ebrio, coger una manta, desnudarse y dormir en el sillón azul, que figuraba como su cama puesto que con los años se había dado cuenta de que no podía dormir en la misma habitación que el borracho de Fausto Vásquez.
De pronto, un fuerte golpe interrumpió sus pensamientos y lo hizo saltar del susto. Alguien estaba llamando a la puerta de metal. Vagó por unos segundos. Luego, otro golpe. Con la boca seca y la voz quebrada, preguntó: “¿Quién es? Ya cerramos”. Seguido de eso, un golpe más fuerte lo atormentó. Emilio estaba asustado, ¿quién tocaría a estas horas? Luego pensó en la extraña visita de hace unos minutos. El mismo temor de hace poco lo invadió de nuevo. Dudó por unos instantes. Un golpe más. Y otro. Quien fuera que tocaba la puerta no iba a detenerse hasta que la abrieran… Si es que no la derrumbaba antes.
Emilio metió su mano en el bolsillo de su pantalón.
Buscó la llave con los dedos.
Otro golpe chocó con la puerta.
Puso la llave en la cerradura del candado y lo quitó.
Otro golpe.
Respiró profundo y quitó el seguro.