Fue en ese momento que aquel mal espíritu tomó un puesto en su corazón. Y quizás, vale la pena indicarlo, el peor lugar que aquel demonio ancestral pudo haber elegido para anidarse. Francisco, ya se anotó la semana pasada, “era un joven de esos que se deja llevar por las situaciones. Irreflexivo, voluntarioso, impulsivo, siempre determinado, no pensaba en las consecuencias de sus actos hasta que ya era demasiado tarde.” Acaso ¿muchos jóvenes no son así?
Mientras el diablo tomaba parcialmente control de su voluntad, a dos casas su abuela materna abría los ojos sobresaltada. A su lado, la mujer que la acompañaba desde hacía algunos años, despertó de golpe e inmediatamente fue a auxiliarla. “Algo malo le está pasando a mi nieto, llamemos a mi hija”. Un poco reticente por la hora, la dama de compañía accedió para no inquietar más a la anciana. La madre de Francisco prometió a ir a la habitación de su hijo para tranquilizarla. Allí lo encontró, inconsciente en el suelo del baño. Tiritando en una especie de trance.
El padre de Francisco era un hombre que albergaba muchos miedos. Su primera certeza, alimentada a lo lejos por la influencia telepática de Leviatán, era que el chico estaba intoxicado, quizás drogado. El recinto estaba extremadamente frío. Cuando llegaron los servicios médicos decidieron trasladarlo a un hospital. Allí permaneció una semana semiinconsciente. Desvariando. Los únicos exámenes que llamaron la atención de los médicos fueron los del cerebro y la intensa actividad eléctrica que denotaban. Por lo demás, todo estaba normal.
En algún territorio metafísico paralelo, Francisco mantenía una batalla campal con el demonio. Éste intentaba seducirlo, llevarlo a su zona oscura, pero había algo que se lo impedía. En su odio primitivo, Leviatán no entendía que se había anidado en un corazón en el que existía también una enorme bondad. Francisco estaba destinado, por una fuerza superior, para cosas más grandes. En ese estadio, un espíritu alado portentoso ayudaba al chico a defenderse.
Por fin, luego de muchas protestas, llevaron a la nonagenaria a ver a su nieto. Todos, un poco sorprendidos debido a la vitalidad que parecía haber recuperado de un momento a otro. Entró a la gélida habitación del hospital y, en ese mismo momento, Francisco comenzó a convulsionar. No duró mucho. Todos quedaron atónitos cuando dos luces blancas, muy intensas, salidas de los corazones del adolescente y su abuela, se unieron en el centro del cuarto halando hacia el espejo de la pared una sombra hedionda que fue expulsada por la boca y oídos sangrantes del joven.
El espejo ennegreció, se combó y casi explota. Viéndolos del otro lado, con resentimiento, se pudieron observar dos ojos horrendos, amarillos que, llenos de odio, se adentraron en las sombras de la pulida superficie. Francisco despertó agotado, para caer de nuevo dormido. Al día siguiente dijo que había soñado que el demonio se lo quería llevar a las profundidades de la tierra. Que un portentoso ser alado había luchado contra éste y que de pronto, una mujer ¿quizás la Virgen María? había aparecido expulsándolo con su sola presencia del campo de batalla. Que la abuela iba tomada de su mano.
Esta historia es verdadera, pero el resto del relato, quizás, se los comparta en otra ocasión.