Mónica se despertó temprano. Aunque los terremotos de 1917 y 18 habían pasado hacía algunos meses, la actividad telúrica mantenía en vilo a los habitantes de la destartalada capital. La casona en la que vivía con su esposo, diseñada por el italiano Antonio Doninelli, resistió con dignidad el embate terrestre. Las reparaciones, mucho menos importantes que las efectuadas en muchas otras propiedades de la familia y amigos, habían finalizado hacía algunas semanas. En aquella casa, salvo los temblores que se sucedían constantemente, todo había vuelto a la normalidad. A pesar de ello, una pesadumbre lúgubre se apropió de cada uno de sus rincones.
El día anterior, Mónica mandó una nota a su esposo con un mensajero a caballo. Los problemas derivados de los “terremotos de Navidad” lo tenían muy ocupado, en la finca de San Juan Sacatepéquez, reconstruyendo la casa matriz y replantando todo lo que los seísmos expulsaron de la tierra. Estaba supervisando a los trabajadores en el campo cuando recibió la misiva: “Querido y respetado esposo, ya son muchas semanas sin contar con su anhelada presencia. Esta casa no es la misma sin usted. Sé que está trabajando muy duro y no quiero importunarlo con las cosas tontas que ocupan mi diario devenir. Solo quería decirle que lo espero con el mismo amor del primer día. Siempre suya, Mónica”. Ángel Arturo estrujó el papel y lo guardó en su gabardina. “Mónica” pensó y se encaminó hacia la casa a empacar. Tendría que regresar a la ciudad a poner las cosas en orden. Escribió una escueta respuesta dirigida al ama de llaves la cual se recibió en casa con cierta aprensión: “Llego mañana, me quedaré una semana”.
Cuando Mónica leyó la sucinta nota, que ni siquiera estaba destinada a ella, se desanimó. La frialdad de aquellas palabras la dejaron desmoralizada. Aun así, se arregló. Tomó los pétalos de los geranios del patio de servicio y se hizo chapitas. Frente al espejo se quedó estática viendo su figura “¿A qué horas me puse yo este vestido? Y ¿quién me puso este tocado de flores en la cabeza?” Decidió quedarse como estaba. Para matar el tiempo se fue al estudio y allí sacó de la librera el álbum fotográfico familiar. Ella, vestida de novia. Ella y Ángel Arturo en su luna de miel en la finca de San Juan Sacatepéquez. Ella, en una preciosa foto de estudio tomada en el plató de Alberto Valdeavellano. La fachada de la casa de Guatemala en ruinas “¡Y, esta foto!” El terror recorrió todo su cuerpo. Era ella, en el catafalco mortuorio, vestida con la misma ropa que llevaba puesta en ese momento y el tocado de flores. “No puede ser…”
Fue en ese instante que se dio cuenta que estaba muerta. Y también, el preciso segundo en el que Ángel Arturo entraba como una tromba a la casa para averiguar quién le había mandado esa nota, con la misma caligrafía de Mónica, burlándose de su dolor. La pobre ama de llaves apenas alcanzó a balbucear algunas palabras. Los dos, paralizados por el susto, escucharon el grito de la muerta negándose a creer su nueva dimensión. No había dudas, era la voz de Mónica. Ambos, horrorizados, vieron estrellarse el álbum de fotos contra la pared del zaguán. Corrieron al estudio para ver quién estaba adentro, encontraron en el suelo las flores del tocado desparramadas, la mortaja blanca con que enterraron a Mónica y la fotografía póst mortem partida en dos. En el escritorio, unas palabras garabateadas sobre un papel: “Ángel Arturo, le espero, en el más allá”.