LAS SOMBRAS DE LA NOCHE. Por Guillermo Monsanto
Las sombras que preludian la noche empiezan a apoderarse del paisaje poco antes de las seis de la tarde. El lago de Amatitlán, a pesar de la contaminación que lo va matando de a poco, regala cada tarde sus mejores vistas empeñado en mostrar su belleza. Los centenarios sauces llorones de la propiedad arrastran con gracia sus hojas sobre la turbia superficie. Matilde, Julián su esposo y los dos niños, Carlos y Lupita, observan desde el corredor trasero de la casa, el muelle, las aves indolentes a la peste nadando por la orilla y uno que otro lanchero atravesando el lago para llegar al pueblo. En la cocina, la abuela prepara la cena. Nadie nota que Carlos ve al lago con un miedo mal disimulado.
Todos se estaban gozando la prolongada estancia en el chalé familiar. Hacía tanto que no pasaban tantas semanas asilados en aquel refugio. Julián decidió sabiamente pasar la pandemia lejos de la ciudad y del resto de su agitado mundo para proteger a su madre, esposa e hijos del peligro de la pandemia. Para él representó el relativo descanso que le había recetado el médico desde hacía años. Para Matilde su mujer, entrar en contacto más directo con los niños, su marido y resolver, con la convivencia diaria, la distancia que había entre ella y su suegra. Juntas, con Lupita a la cabeza, trabajaron en revivir el apagado esplendor de aquel hogar, mientras Carlos y su padre sustituían la madera dañada por el tiempo, pintaban muebles, reponían duelas del piso y sembraban nuevos árboles.
Los días (que comenzaron a mediados de marzo), las semanas y los meses pasaron hasta llegar finales de julio. Unos días antes de aquella maravillosa tarde, mientras el resto de la familia estaba jugando Scrabble en el porche frontal de la casa, Carlos se quedó jugando con sus barcos de papel a la orilla del lago. Las luces del jardín se habían encendido hacía unos diez minutos, pero, embelesado como estaba, no se percató que algo se le acercaba hasta que prácticamente lo tuvo enfrente. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Estaba halando aire para gritar cuando la criatura ¿una niña? Se llevó el dedo a los labios indicándole que guardara silencio. En esa complicidad tácita que se da espontáneamente entre los niños, se le atragantó el grito. Cuando sintió la mano húmeda sobre su muñeca, una fuerza superior a su miedo, le hizo correr hasta la casa sin volver a ver.
Por alguna razón inexplicable, Carlos guardó silencio de aquel hecho. Estaba seguro de que su hermana se iba a burlar de él o que nadie le creería. A la noche siguiente, ya cada uno profundamente dormido en su habitación, comenzaron los relámpagos y con ellos los truenos. La lluvia comenzó a caer copiosamente y el viento a ulular con violencia. Carlos, con los ojos bien abiertos, metido bajo las chamarras, empezó a temblar. De pronto empezó a escuchar un tamborilero en la ventana, a la par de su cabecera. Haciendo acopio de valor se destapó la cabeza para descubrir que la niña estaba frente a la ventana. Parecía que su piel fuera la de una rana, ligosa, verduzca “y sus ojos” ¿se desmayó del miedo? ¿Lo soñó? Volvió a guardar silencio.
Y así pasaron los días hasta aquel maravilloso ocaso de agosto con el que comenzamos este relato. “Está servida la cena”, llamó dulcemente la abuela desde la cocina. Todos se sentaron a la mesa y estaban comiendo cuando Carlos contó lo que le estaba pasando. Julián y su mamá se miraron con angustia. Matilde observó detenidamente a su hijo de apenas ocho años y se dio cuenta lo desmejorado que estaba; “lo has de haber soñado”, le dijo. Le tocó la frente para ver si tenía fiebre.
Julián se puso en pie para cerrar las puertas y ventanas que daban al lago. La abuela, tomando a su nieto entre sus brazos, dijo “no, no lo ha soñado… es la tristemente célebre niña de Amatitlán. Una criatura que se ahogó en el lago en la época de Ubico, cuyo cadáver jamás fue encontrado y que algunos vecinos han visto esporádicamente por años. Parece que las luces de las casas en donde hay felicidad y niños la atraen. De hecho, dicen los aldeanos que se ha llevado a algunos infantes a la profundidad de las aguas. En el pasado más de alguno ha asegurado que es ella la que enreda los pies de los nadadores con las algas del lago para verlos morir ahogados”. Al día siguiente. Levantado el toque de queda, salen de vuelta para la ciudad.
Carlos regresará muchos años después para entregar las llaves del chalé a sus nuevos propietarios. En aquel remoto momento pensará “¡qué familia más bonita! Se parece a la que yo tuve cuando era niño”. Un nudo se le atragantará en la garganta y guardará silencio sintiéndose culpable por guardar silencio.