El domingo 10 de marzo ingresé a mi padre a la emergencia del Hospital General San Juan de Dios, debido a una herida grave en su dedo. Llegué a las 20:45 horas y me armé de paciencia, por lo que cuentan las personas y las noticias. El trámite fue lento, pues comprobé que la sobrepoblación de pacientes rebasa al personal médico y por ello intuí que me esperaría una larga noche.
Mi madre y yo aguardábamos el turno, mientras que mis lágrimas denotaban la angustia. Un doctor me preguntó qué le había sucedido a mi padre, por lo que le expliqué, pero aun así no nos atendían. Luego, ingresamos los datos y debimos seguir a la espera para los rayos X y las pruebas de laboratorio. El reloj marcaba la medianoche y los enfermos, baleados, heridos o quemados, seguían ingresando.
La sangrienta, golpeada y atormentada lista.
Un hombre, con la camisa ensangrentada, expresó en la ventanilla: “Me acuchilló mi mujer, ya lo había intentado varias veces”. También observé a un adolescente al que se le dificultaba respirar, mientras que su mamá le indicaba a un médico que su hijo tenía trasplante. Al mismo tiempo, otro hombre, en estado etílico, gritaba que se quería morir del dolor y que lo ayudaran. En ambos casos sentí impotencia y tristeza; sin embargo, fueron atendidos casi de inmediato ante la gravedad de los casos.
Las horas transcurrían, mientras que el sueño y la desesperación me embargaban. Entre quejidos, sangre, olor a medicina y el paso apresurado de cirujanos y traumatólogos, finalmente mi padre regresaba de todos los exámenes. El resultado fue que debían amputarle el dedo y debido a su edad, además por ser sobreviviente de un derrame cerebral, todo procedimiento quirúrgico implicaba cierto riesgo. Ingresó a camilla a las 5 de la mañana y fue operado tres horas después. De nuevo debíamos ser pacientes ante la indisponibilidad de camas, pero lo bueno fue que no tardaron mucho tiempo para ubicarlo en una.
Durante su recuperación lo atendieron bien, a pesar de que solo dos enfermeras cuidaban a 35 pacientes en esa área. Nosotros colaboramos, porque sabíamos que son muchos los que requerían de más atención ante la gravedad de sus heridas. Por ejemplo, a la par de mi padre estaba un chico de aproximadamente 22 años, quien fue acuchillado en una riña. Con cuatro operaciones y con poca ayuda familiar, luchaba por su vida.
Mi papá salió el viernes pasado, aún pendiente de su consulta externa. Escribí este blog porque sé que a diario se escuchan casos de negligencia y mala atención, lo cual no niego que es una realidad y que cada quien habla de su experiencia, por supuesto. La mía fue buena, pues considero que los cuidados de los doctores, al igual que el de las enfermeras, fueron óptimos. Estoy consciente y repito que el personal médico en los centros asistenciales públicos es insuficiente ante la demanda de heridos; sin embargo, existen muchos que brindan un servicio eficiente a la población.
Ante una emergencia como la que recientemente nos tocó pasar, ni pensar en ir a los hospitales privados porque es imposible pagarlos, debido a la desigualdad salarial y la escasez de empleo.