Vivimos en un país donde la minoría es élite y la mayoría se encuentra luchando por los centavos. Donde hay desnutrición, pobreza y mucha desesperanza. A veces vamos en la calle, en nuestro carro, con aire acondicionado y la prisa del tráfico, vemos a las personas pidiendo limosna, el lío es darles o no darles. Muchas veces no tenemos idea qué hay más allá de esa mano que pide, en forma de ruegos, con una discapacidad, un bebé o a cambio de talentos, con malabares, fuego o cuchillos. Esta es la historia de una de esas madres, que representan mayor porcentaje de nuestra población del que debería. No para que nos dé lástima, nos enoje o seamos el típico guatemalteco que opina que dar limosna es hacer más mal que bien, sino para motivarnos. Muchas veces nuestros sueños se proyectan al extranjero, a lograr grandes cosas en países lejanos o incluso en nuestra propia comunidad. El propósito de la historia es permitirnos soñar en grande, darnos ese empujoncito que a veces necesitamos para levantar nuestra ayuda, decidir que no podemos seguir así y poco a poco movernos a ser diferentes.
Aura
Trabajar y tener hijos no es una bonita combinación en un país como el nuestro. Aura nació en un hogar de 11 hijos, siendo ella una de las mayores, por lo que creció siendo madre y nunca niña. Auri le decían en el vecindario y cuando salía por la calle buscando a sus hermanitos, debía hacerlo por la tarde, pues si se hacía de noche salían los de la mara. Su responsabilidad era siempre contar 10 al final de la noche, pues no podía controlar todo el día qué hacían, pero sabía que su madre contaba con ella para que estuvieran todos. Dejó de estudiar en tercero primaria, pues el pisto no era suficiente y la madre necesitaba ayuda. Cargó leña y madera, para un señor. Luego, con la bendición de su madre, empezó a trabajar en una cafetería. Todo el tiempo se quemaba, porque tenía que limpiar los hornos. Le salían manchitas en la piel por la desnutrición. ¿Un doctor? Qué era eso, ya que si enfermaba la receta inmediata era ir con doña Mayra para ser desenfrascada o a que le diera un tecito de perejil si esto no era suficiente. Recuerda que en una ocasión, su hermano pequeño se cayó de un árbol y la herida empezaba a oler mal, tras días de estar yendo con esta señora. Finalmente, su madre se fue a la ciudad y la dejaron a cargo, pues su hermana mayor ya se había casado y la segunda en línea era ella. No regresaron por mucho tiempo y cuando lo hicieron, su hermano no venía. Ni siquiera hubo tiempo para llorar, porque el dinero perdido en el alojamiento de la ciudad y la medicina hacía que hoy no hubiera ni para un pedazo de pan. La madre de Auri tomó un empleo en una casa, solo venía de vez en mes y cada uno tuvo que valerse por sí mismo. En poco tiempo su hermano, el cuarto, empezó a juntarse con los amigos de las maras y ella supo que lo había perdido cuando lo vio de reojo en la estación de bus, robándole la billetera a una ancianita. Un día, entre este infierno, conoció a Alberto, quien le dijo que sus ojos eran bonitos. No estaba acostumbrada a oír cosas lindas. Le dijo que se fuera con él, que la iba a llevar a la ciudad y sin pensarlo dos veces, quiso salir de ese lugar tan triste y que le recordaba todo lo que había perdido. Al poco tiempo quedó embarazada y estaban felices por el nuevo bebé, al menos eso pensaba ella. Al poco tiempo, Alberto le dijo que se tenía que ir a Xela porque alguien lo había contratado para ser jardinero. El día que partió fue el último que Aura supo de él. Faltaban cinco semanas para que naciera el bebé. Cuando empezaron los dolores de parto, Aura fue sola al hospital, tuvo a su bebé y se lo quitaron por dos días. Lo llamó Enrique. Desde ese día, Aura ha tratado de darle siempre algo de comer a Enrique, al menos una cosa por día, pero pocos puestos aceptan a una mamá de uno, sin nadie quien lo cuide y sin experiencia alguna. A veces logra que la contraten para hacer tamales, pero casi solo en época navideña. Nadie la quiere de fijo, pues saben que viene con hijo y el resto de sus días consisten en caminar bajo el sol, con Enrique amarrado a su espalda, mientras hace unos cuantos malabares para que alguien le dé su pan de cada día. Las manchitas en la piel han aumentado, pero… ¿Quién se ve al espejo? La prioridad ahora es que su hijo coma. Su piel se ha tornado áspera, poco elástica y un poco gris.
Su historia no es para conmoverte, tampoco es para darte lástima o para tornar tu día. La realidad es que Aura existe y podría ser la mujer con la que te topaste en el semáforo. ¿Qué puedo hacer yo por ella? Te preguntarás. Uno ciertamente se siente impotente cuando la realidad es tan dura y uno tiene una capacidad limitada. Contratemos a la mamá, lo necesita muchas veces más que las demás. Confiemos en que alguien que depende de ti para darle comida a su más preciado tesoro sabrá agradecerte con su trabajo. Cambiemos el ambiente de trabajo para que la maternidad sea vista como un incentivo y no un obstáculo. Permitámonos ser caritativos con nuestra gente, antes de ver causas fuera de las nuestras y poco a poco crezcamos como un país que se preocupa más por lo humano, que por las diferencias sociales, culturales e ideológicas. A veces pareciera que perdemos tanto tiempo en esto, en las quejas y en el tráfico, que nuestros problemas solo son parte del panorama usual. Sin embargo, como dijo Eduardo Galeano: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”.
Y tú, ¿qué piensas?