La recuerdo ese último 24 de diciembre con sus manos puestas con firmeza en aquellas dos muletas de aluminio, con su mirada extraviada, con un dejo de tristeza, pero con ese coraje que le acompañó los casi seis años que duró ese ingrato cáncer que finalmente le ganó la batalla.
Se postró con valentía como cada año en medio de todos, se arrodilló ante el niño Jesús y nos regaló, pese a su dolor, la última navidad a su lado. Por años esa fue mi última Noche Buena, por dos décadas la Navidad murió junto a mamá.
Mi madre solía ser el centro de unión, el alma de la fiesta. Después de la oración y la cena navideña las fiestas en aquella antañona casa de esquina podían prolongarse hasta las 4 horas. El imperativo siempre fue bailar, sonreír y por supuesto compartir con la familia.
Por años me costó encontrarle sentido a la fecha, era más bien un día de absoluta tristeza, añoranza y de una autoflagelación, un tiempo para recordarle pero con ese pesado dolor, con esa opresión en el pecho.
Fueron navidades difíciles, hasta que ese dolor finalmente maduró, tardó mucho tiempo, fue hasta que vi a mi hija sonriente, frente a unas bolas luminosas colgadas en un sintético árbol navideño, cuando entendí que podía haber navidad después de mamá.
Ahora tengo una navidad esa niña de 90 centímetros me la devolvió. Desde luego nunca será la misma, pero me llena de gozo ver a mi pegoste entusiasmarse con las luces del árbol, con los juegos pirotécnicos, con la decoración de la casa y con toda esa fantasía que yo alguna vez experimenté.
Mi hija no volverá a tener tres años, por eso me corresponde ser el guardián, el protector celoso de esa magia que solo pueden verla y sentirla los que aún tienen el alma llena de pureza. Ahora le pido a Dios ser un poco más como mamá y menos como yo, para regalarle a mi hija navidades como las que tuve en mi infancia.
Invariablemente siempre recuerdo a mamá cada Noche Buena, tras la cohetería de la medianoche, me parece encontrarla en medio de aquella sala y frente a esa imagen del niño recién nacido. Prefiero imaginarla sin muletas y con esa elocuente sonrisa que le caracterizó. Mi hija sabe de su abuelita Anabella, está en el cielo dice a menudo.
Ella, la maestra que me regaló las mejores navidades, es mi fuente de inspiración para ofrecerle esa misma magia a mi hija, la que me devolvió las navidades muertas, la que me regresó el aliento de cada 24 de diciembre y la que me inspira a ser mejor cada día.