En octubre del año pasado nuestra hija de tres años y fracción tomó una decisión por mí: quería una hermanito (a) y a los pies de la Virgen del Rosario no dudó en externar su deseo. Yo en cambio buscaba otras cosas: un crédito hipotecario, un puesto gerencial y cosas un tanto más banales que dar vida.
Después del nacimiento de mi hija y tras las interminables noches de desvelo, las preocupaciones y por supuesto también las infinitas alegrías, había estado un poco escéptico respecto al deseo de querer un segundo hijo. Pero no pude negarle a mi hija su deseo, sabía que la haría feliz y es justamente la razón de mi paternidad.
La alegría
Los hijos son una gran alegría, eso es indiscutible, pero también son una vitalicia responsabilidad. Un hijo no acepta devoluciones, ni reclamos de garantías, es una cruz para toda la vida a la que hay que orientar en valores y principios. También exige de alimentación, de una vestimenta acorde a sus edades y por supuesto de un proceso de escolarización.
No hay que saber mucho de finanzas para entender que dos hijos en edad escolar pueden drenar entre el 30 y 50 por ciento de tus ingresos. Por supuesto que, con el traje de padre bien puesto, esto, aunque represente un enorme esfuerzo, no es visto bajo ninguna circunstancia como un problema, ni mucho menos como una carga. Lo entendemos como la mejor inversión que podemos hacer para intentar ofrecerle a nuestra descendencia las mejores oportunidades de vida.
Cuando pienso en qué quiero de mis hijas, la segunda será también mujer, sin temor a equivocarme busco que sean felices y plenas. Cada mañana me levantó e intento que mi hija, ahora de 4 años, sea la niña más feliz del planeta, que descubra el mundo a su ritmo, que vea esos parajes desde una fantástica visión.
Quiero que sienta la luminosidad del mundo, que aprecie los celestes celajes y los arcoíris multicolor. Deseo con todas mis fuerzas que se adentre a los bosques nubosos y encuentre a las mágicas hadas, esas pequeñitas que con su magia crean vida, que siembran flores con pétalos inverosímiles. Anhelo que comulgue con la naturaleza, que aprenda a respetarla y a encontrar en esa relación una armoniosa forma de aprendizaje.
El temor
Mi otra nena, la que vendrá en julio, también me llena de ilusión, quiero tanto para ella, quiero tanto para ambas y en ese anhelo de querer verlas felices y sentirme pleno y útil, hay una congoja que me atormenta: el hecho que en algún momento de su vida, que ojala tarde, algo o alguien las hará sufrir. Conocerán la muerte de un ser querido y ese lacerante dolor les dejará heridas profundas con cicatrices de por vida.
Alguien les hará sufrir, estarán expuestas al clasismo, a la intolerancia, al egoísmo, al racismo y a todos esos antivalores que encontramos fácilmente cada día sin siquiera buscarlos. Habrá dolor en sus vidas y eso me perturba. No podré evitar que sufran pero le pido a Dios que me deje estar ahí para ayudarles a sanar sus heridas, espero estar siempre para consolar su llanto y mitigar su pesar.
A todo padre nos acompaña el temor de la enfermedad, el que nuestros hijos puedan caer en una cama o puedan venir al mundo con algún problema. Ahí debemos de estar nosotros para acompañarles y ayudarles a vencer la adversidad.
En conclusión cuando se es padre se disfruta de los hijos, sus ocurrencias, su luminosidad, pero también se está condenado a sufrir. Lo importante es hacer que ese dolor, que será compartido, ayudé a sanar y ser el soporte que ellos, en mi caso ellas, necesiten para salir adelante. Ahí estaré para ustedes mis Marías, en la luz y en la sombra.