La despedida imagen

Por Guillermo Monsanto Alfredo y Eunice eran, a los sesenta y pico, los últimos supervivientes de su núcleo familiar inmediato….

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Por Guillermo Monsanto

Alfredo y Eunice eran, a los sesenta y pico, los últimos supervivientes de su núcleo familiar inmediato. Como hermanos se adoraban, pero con el tiempo habían desarrollado una rutina que terminaba, invariablemente, en discusiones por puras tonteras. Aunque cada uno vivía en su apartamento, hacían casi todos los tiempos de comida juntos, unas veces en la casa de él y otras en la de ella. Las inevitables peleas, que rompían la armonía fraternal, surgían cuando jugaban a las cartas, ajedrez o Scrabble y, por supuesto, uno de los dos perdía muchas partidas durante la jornada.

Una pelea del tipo telúrico se dio apenas unas horas antes del viaje de Eunice a Europa. Iba de excursión con tres de sus amigas de la infancia a Italia, Austria, Holanda, Inglaterra, Francia y España y esa noche, la caprichosa Fortuna estaba de su lado. Exaltada por la marcha al Viejo Mundo y de un excelente humor por el mismo motivo, aplaudió su jaque mate luego de la última reñida partida. Las piezas, para sorpresa de ella, volaron por el aire junto con el tablero y, lastimosamente, la taza de porcelana francesa de principios del siglo XIX. Pieza que ella atesoraba con tanto cariño. Se dijeron horrores y, como siempre, Alfredo salió del apartamento dando gritos y portazos, mientras su hermana, desolada por la taza, le dijo que no quería volver a oír de él nunca más.


Alfredo regresó a su casa verdaderamente desolado. No había querido decir las cosas que finalmente dijo y muy bien sabido que la tacita era una enorme pérdida para ella. Aun así, el orgullo no lo dejó tomar el teléfono para excusarse. Fue al baño, se lavó la boca, colocó la ropa sucia en el cesto, se puso el pijama y se acostó. Minutos después estaba muerto.

A la mañana siguiente, como todos los miércoles, la señora de la limpieza tocó su timbre. Como no le abrían fue a la casa de Eunice para que le prestara su llave para entrar, pero ella ya estaba en el aeropuerto. Una vecina, shute como muchos, la vio en la puerta y le dijo que los dos hermanos se habían ido a Europa hacía unos momentos. Conforme con la explicación, se regresó a su vivienda un poco extrañada porque él no le había dicho que iba a viajar con su hermana. “Ni modo, ya llamará cuando vuelva”. Tres días después cerraron el país por la pandemia. Eunice se quedó atrapada en Italia. Al poco tiempo contrajo el Covid-19 y murió lejos de Guatemala. Ninguno de los dos tuvo la oportunidad de conciliarse el uno con el otro.

Gracias a la metiche vecina de Eunice, nadie se preocupó por la ausencia de Alfredo. 16 días después su cuerpo estaba en avanzado estado de descomposición. Los procesos químicos, luego que su corazón se paró, comenzaron de inmediato. La ruptura de los tejidos enzimáticos y los tejidos del cuerpo por las bacterias habían realizado eficientemente su trabajo. Su cuerpo yaciente transitó desde el primer momento, paso a paso, por los cinco estados de la descomposición humana. Lo primero en aparecer en su piel fueron unas ampollas y un líquido, como baba, saliendo de la boca.



Poco después, en un segundo estadio, su cuerpo se hinchó. Aparecieron las moscas que colocaron sus huevos. Gases y espuma manifestaron su presencia por la boca, ano, oídos, pene y la nariz. El olor dentro de la habitación debía ser insoportable, pero encontró salida por el eficiente extractor de olores del baño que se quedó prendido desde la noche de su deceso.

En el interín, la piel se agrietó por la presión. Su aspecto, a estas alturas, era el de una horrenda escultura mortuoria esculpida mármol. Una de esas que exaltaban el triunfo de la muerte durante el renacimiento. Las larvas de las moscas, y las de otros insectos, se alimentaron del cuerpo que ya tenía sus jugosos órganos expuestos. A estas alturas ya había pasado por los estados de descomposición, fresco, hinchado, putrefacción activa, avanzada y, finalmente de restos. Era un esqueleto con la piel acartonada adherida a los huesos.

Mucho tiempo después, cuando finalmente los parientes lejanos se dieron cuenta de su ausencia, forzaron las puertas de la estancia y encontraron aterrados lo que quedaba de Alfredo. Semanas después del entierro, cuando regresaron a limpiar la casa, recoger las cosas y botar la basura, se encontraron con un macabro hallazgo. Sobre la sábana de la cama estaba dibujada, por los ácidos del cuerpo, la silueta del cadáver. La estampa, como el manto de Turín, era casi un retrato de rayos x que tenía su réplica en el colchón. Para sorpresa de todos, había una tercera e inexplicable copia en las duelas del piso. Marca, esta última, que reaparecía a pasar de los esfuerzos por borrarlas. Ahora se dice que ese domicilio se escuchan voces atormentadas pidiendo perdón, algunas veces, y otras, maldiciendo y lanzando improperios.

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