Corría el año de 1821. Ana Josefina se había vuelto incómoda en su propio hogar. Su afición por la lectura, el entendimiento de los números, la capacidad administrativa, enervaba la paciencia de su marido. Varón que, siempre, se sentía fuera de lugar en las numerosas tertulias que constantemente se realizaban en su casa. En ellas se hablaba de temas y cosas que a él le eran completamente ajenas y esto lo hacía sentirse inferior. Ana Josefina sabía de política y entendía de asuntos logísticos que no eran propios para una dama. Ella, incluso, pensaba que era una tontería que las féminas no pudieran acceder a ciertos espacios reservados únicamente para los varones. Colmó el ánimo de Humberto, su esposo, cuando este viajó a Escuintla para negociar la compra de ganado para la plantación familiar. Ella, mientras tanto, sofocó de manera pacífica, un conflicto de linderos con la propiedad vecina. La noticia de su inteligencia corrió como pólvora encendida.
Aunque muchas personas apreciaban el liderazgo de Ana Josefina, otras alimentaban con señeras críticas los celos y las molestias de Humberto. Entre ellas, su suegra, que socialmente había sido relegada a un segundo plano por el éxito que Chepina, como ella le decía despectivamente. Todas sentían una chispa de libertad cuando se encontraban con ella y muy pocas, envidia. Una de estas últimas fue la que finalmente predispuso fatalmente en su contra a madre e hijo. Esta, valiéndose del conocimiento que su cocinera tenía sobre las plantas, le ordenó preparar un brebaje especial. Bebida que, al menos por algunos días, le provocaría a Ana Josefina alucinaciones que convencerían a su círculo inmediato de la necesidad de internarla en un hospital para locos. Allí adentro sería fácil deshacerse de ella.
Efectivamente, unas gotas en el agua de canela fueron suficientes para que Chepina diera un espectáculo que espantó a todo el mundo. Humberto hizo correr la voz de su locura e inmediatamente la internó en un asilo custodiado por monjas de clausura. Quien entraba a ese recinto solo saldría de él para ser trasladado al panteón, previa vista a una iglesia. Estaba perdida.
Las alucinaciones cesaron y con eso llegó la claridad de lo que había sucedido. Ana Josefina intentó dialogar con sus custodias, pero todo esfuerzo fue nulo. Aun así, consiguió sembrar las dudas en una novicia quien, por medio del panadero, logró sacar una nota del convento y hacerla llegar a una buena amiga de la reclusa. “Me dieron algún fármaco para hacerme pasar por loca; ayúdame a salir de aquí”. Aunque esta amiga no pudo hacer mucho, de boca en boca, creció el rumor de la canallada de Humberto. Y con la presión, y la posibilidad de su exclaustración, madre e hijo tramaron otra barbaridad. Mandaron a quemar el manicomio. Todas las internas, menos una, ardieron en la hoguera. Llantos y alaridos de terror sonaron como un eco que conmocionó a la sociedad guatemalteca de la época.
Como todo crimen, no tardó mucho en aclararse. Los hechores cometieron el error de comprar el combustible en un céntrico establecimiento. Una vez atrapados, confesaron que Humberto los había contratado para perpetrar el incendio. Descubierto, el cobarde, trató de escapar. Una turba enardecida le dio alcance a la altura de lo que más adelante sería la penitenciaría y allí lo lapidaron a muerte. Su mamá, sumida en el dolor, y callando su complicidad, recibió a una de tantas damas que llegaba a darle el pésame vestida de luto absoluto. Cuando ésta se levantó el velo que cubría su rostro, la anciana a penas si pudo emitir un sonido. Era su nuera Chepina la que estaba frente a ella. Enloqueció en ese instante. Ana Josefina se encargó de llevarla al otro manicomio en la costa sur. UN infierno de calor y moscos. Allí murió aquella vieja, nueve años después, totalmente abandonada, presa de alucinaciones horrendas.