Cada vez que los nietos hablaban de la casa de la abuela, ardía Troya. Muchos ni siquiera llegaron a conocerla y, verdaderamente, no significaba mucho para ellos. Incluso hablaban de la mansión como el trastero de la familia. Todos tenían una profesión, sus propias fortunas y aquel sitio redituaría más si se edificaba sobre el solar un edificio corporativo. Claro, había un problema, la casa no les pertenecía todavía. Esta era de los cinco hermanos, que eran sus padres, quienes estaban respetando la voluntad de la difunta.
Un buen día le llegó la sentencia a la casa. Tanto y tanto insistir rompió la voluntad de los cinco hermanos que, resignados, accedieron a la petición de sus retoños. La casa estaba sentenciada. Antes de vaciarla y poner a la venta los objetos, decidieron hacer una última fiesta familiar. Reunión que, debido a la pandemia se fue atrasando. Finalmente, como empresarios que tienen recursos, y son inmunes a las enfermedades de la gente “normal” o sea “los que no tienen pisto”, decidieron hacer un desayuno familiar el 10 de mayo, para conmemorar la memoria de la difunta anciana.
Los más jóvenes no habían entrado nunca a la propiedad y los mayores apenas se acordaban de ella. Los sorprendió primero la luminosidad y el impecable estado de la mansión. La altura de los techos artesonados. Los muebles, elegantes, todos de diseño de los años 30, los impresionaron un poco. No dejaban de ser viejadas, pero en esa casa se lucían como en un museo. Las pinturas de un tal Gálvez Suárez, Tejeda Fonseca, Rodríguez Padilla, Iriarte, Garavito, entre otros, también desconocidos para ellos, tal vez se les podrían obsequiar al servicio de la casa. “¿Quién quiere retratos de indígenas en casa?”, “los libros podrían ir a una fábrica de reciclaje”. Mientras tanto, sus padres solo los escuchaban pensando “¿qué habremos hecho mal?”.
La mesa principal, alargada con todas sus extensiones, recibió a los sesenta y pico invitados. El servicio de comedor, porcelana de la misma casa que surtió el elegante comedor del Titanic, alcanzó para todos los comensales. Es de mencionar que en la alacena había un juego superior, ya que la vajilla se contrató para ciento cincuenta personas. La cubertería, cristalería y otras banalidades, igual. El desayuno se desarrolló entre desatinos y algunas observaciones singulares. “Había cosas rescatables”, opinaron tímidamente las gemelas. “Desarmar esta casa va a llevar semanas”, dijo el mayor. “Yo conozco a un señor que hace inventarios de chunches de hogar y vende las cosas en una especie de garaje sale”, dijo otra.
Luego de subir algunas selfies a sus redes, que tuvieron que borrar inmediatamente. Fueron a tomar el café a la amplia terraza. Sus padres mientras, cargados de nostalgia, dieron una vuelta por la casa recordando su infancia en aquel palacio. Como tenían conocimiento del valor de las obras de arte y el resto del menaje, fueron tomando decisiones para preservarlo. Los cinco, desmoralizados, estaban asimilando la pobre condición intelectual de sus hijos. “Pensar”, dijo uno, “que estos memos están educando a nuestros nietos”.
Quince días después no se habían puesto de acuerdo del cómo y el cuándo. Y al día siguiente, algo interrumpió la paz familiar. Cayó el primer enfermo de coronavirus y sucesivamente, uno tras otro. Para la mitad de ellos fue un simple catarro, sin embargo, contagiaron a sus niños y a otros trabajadores de la casa. Para los fumadores, que lograron recuperarse, los pulmones quedaron afectados para el resto de sus vidas. El resto, los principales promotores de la destrucción de la propiedad, murió entubado en un hospital privado.