La camioneta no distingue y tampoco perdona. Amontona en su interior a la gente que quepa, sentada, de pie, acostada. Se han subido abogados con maletines, campesinos con machete y sombrero, ancianas con nietos, jóvenes estudiantes, vagabundos sin destino, poetas sin trabajo. Más pobres que ricos, eso sí, porque en la principal ciudad de un país tan desigual, a las más de 3,000 camionetas repletas de pasajeros las rebasan autos último modelo con un conductor. Lo único que estanca y tampoco discrimina es el tráfico; ese que frena toda actividad productiva dentro de la jungla de concreto que ha crecido sin plan, así como el país en general.
A las afueras del imperio del cemento, los caminos se diluyen poco a poco, el misterio de un país cuyo interior no importa a sus gobernantes, se va descubriendo conforme avanza ese trozo metálico entre una vegetación salvaje. Son las camionetas pintorescas las que llegan a los lugares que no existen para la mayoría de los habitantes de las grandes ciudades. Más que conectar gente, son un símbolo de esperanza, un mensaje de progreso mediocre y estancado.
A toda muerte
Con un promedio de 90 asaltos al día, el “brocha” y el piloto más que trabajar, sobreviven. Extorsiones, asaltos, disparos…bombas. Las historias, contadas una tras otra, de los crímenes dentro de las camionetas da para una serie de televisión. El lunes 21 de enero de 2019, una bomba artesanal estalló a media mañana en una colonia popular de la zona 7 de Guatemala. Las cifras que maneja el Ministerio Público como la Policía Nacional Civil revelan que de 2009 a abril de 2018 se abrieron 799 casos de pilotos asesinados en todo el país. La mayoría de estos casos, como buen reflejo de la justicia guatemalteca, no se resuelven. Las más de 49,000 denuncias que se han presentado parecen no importar. Quedan impunes. Por eso matar es buen negocio. El “brocha” lo sabe y quizás piensa en eso cuando se baja en una parada improvisada a atraer más usuarios: “Bolívar, Bolívar. A la Bolívar”.
Los mensajes de Dios
Con la violencia llega la prédica. Pueden subir criminales al mismo bus en el que, minutos antes, ha subido un predicador para anunciar la “buena nueva”. Las plegarias también resuenan en los mismos rectángulos de metal que las balas han perforado. “Más para vosotros que teméis mi nombre, se levantará el sol de justicia con la salud en sus alas; y saldréis y saltaréis como terneros del establo. Eso dice Malaquías, hermanos”, les dice un predicador a los usuarios que, aferrados a los decrépitos asientos ya no se molestan siquiera en hacer la mueca de escuchar. Al transporte público digno lo han abandonado Dios, el Estado y la conciencia ciudadana. La última camioneta en la que mataron a un conductor adornaba su parte trasera con una frase que pareciera una broma de mal gusto: “Me fui con Dios, si no regreso, estoy con Él”.
Verdaderos cronistas
Pero entre todo lo malo, los que viajan por el país en camioneta son quienes más lo conocen. No lo hacen a través de un escritorio o a base de libros escritos hace décadas. Ellos son los verdaderos cronistas del día a día porque aprecian las bellezas ocultas con sus propios ojos y viven las ausencias de progreso con sus propios tiempos y recursos. El usuario de camioneta es el mejor termómetro de lo que sucede en el país. Sabe qué carretera no funciona, hasta dónde llega la ruta, cuál es el miedo que se vive al viajar, quiénes son los conductores irresponsables, dónde asaltan más, cuál es el mejor paisaje, dónde venden la mejor comida callejera.
Las víctimas
“Si me ven feo, me hago la que no es conmigo”. El machismo en un país machista, la falta de educación en un país retrasado, también se vive en los rectángulos de metal. Las mujeres son objeto de piropos jamás pedidos, miradas sucias y acoso verbal y físico. La pena por llegar a casa a salvo no solo es por la ola de asaltos, sino por la ola de violencia de género a todos niveles: verbal, psicológica, física. A ello, se suma cualquier persona de la comunidad LGBT. Porque dentro de las camionetas se representa, con menos personas y en un espacio más reducido, la realidad de un país diverso que, como nunca ha dejado de ser oprimido, teme a mostrar sus verdaderos colores. Teme que le llamen indígena. Temen que le llamen multicultural. Teme que le llamen inclusivo. Teme que le llamen feminista. Teme que le llamen ecológico. Pero se esfuerza porque le llamen corrupto, machista, asesino, elitista y retrógrada. La camioneta es el reflejo de las víctimas del día a día que no pueden llegar a sus destinos con tranquilidad porque el camino no solo es largo, sino excluyente.