La noche cayó como un pesado manto. Todo estaba tan oscuro que ni siquiera los depredadores se asomaron para seguir despojando la necrópolis de sus últimos tesoros de bronce. El cementerio estaba cerrado a piedra y lodo, con sus ruidos y sus fantasmas. Del fondo de un foso abandonado, en donde estaba escondida antes del cierre, salió una mujer mayor con un bulto bajo el brazo. La luz de su linterna, que apenas iluminaba su rostro, alcanzaba a dibujar unos ojos encendidos como una brasa. Estaban cargados de un profundo odio, acumulado por los años. Caminó con esfuerzo por el largo pasillo de nichos antiguos y se detuvo frente a uno que calzaba dos x, el mes y año de su entierro, marzo de 1946 y pintado a mano, con color púrpura, dos iniciales, P. Q y la fecha, 24 de enero de 1934. Ella, protegiendo el honor a la memoria de su niño, decidió no identificarlo en la morgue y permitir que se le enterrara como XX. Apenas a dos pasos de allí, estaba el mausoleo de la familia Marroquín.
“Te traigo un regalo, Paquito. Me llevó 52 años recuperar algo perteneciente a este maldito para ofrecértelo como ofrenda. Después de esto, podré descansar en paz y encontrarme contigo del otro lado, mi amor”. Deshizo el alijo y de él sacó una cajetilla de fósforos, una botella de kerosén y un frasco con una horripilante cabeza cubierta por un líquido, que era la misma que había sido sustraída semanas atrás de la facultad de Medicina: la de José María Miculax Bux. La tumba que aquella anciana madre estaba visitando era la de su hijo violado y muerto por las manos de aquel asesino en serie. Realizó su ritual, incineró la macabra cabeza y luego destruyó los restos con una piedra.
Esa misma noche y a pocas cuadras del cementerio, con los ojos llenos de lágrimas, Elenora seguía en la labor de llorar desconsoladamente la muerte de su novio. “Tengo que hablar con él”, dijo a sus hermanos. “Estoy segura que quiere comunicarse conmigo”. Juan, el menor de 13 años, trató de hacerla entrar en razón. Gabriela, la mayor de 17, por el contrario, ni lo intentó. La conocía muy bien y sabía que Eli, como le decía, no daría un paso atrás. “Estoy segura que Manuel me pide en sueños que busque la manera de comunicarme” y sin escuchar más razones, tomó la determinación y decidió guardar el secreto.
Tres días después le solicitó a su hermano que la acompañara a hacer un mandado. Se dirigieron, para sorpresa de Juan, al cementerio. Fueron directamente al mausoleo donde estaban los restos de su novio, el de la familia Marroquín. Le pidió a su hermanito que fuera a dar una vuelta para estar a solas un rato y este, curioso y amante del misterio, se fue a curiosear por las construcciones más antiguas. Mientras tanto, Eleonora desempacó la ouija que llevaba consigo y empezó el conjuro. En ese primer momento cometió el primero de dos errores del día, utilizarla a solas.
Simultáneamente, Juan caminó frente a varios edificios abandonados. Luego de dudarlo, decidió entrar a uno espléndido que había pertenecido a un expresidente de Guatemala y que ya había sido saqueado por completo. Bajó la escalinata y, cuando llegó al fondo, supo que algo andaba mal. Varios mausoleos más lejos, Eli, asustada por las ratas que salieron de sus escondites, cerró la tabla de ouija sin terminar el protocolo de despedida, segundo error y salió corriendo para buscar a su hermano. Al hacerlo, dejó fuera el espíritu de Miculax. A Juan, lo encontraron varios días después desnudo y con una soga atada al cuello. Fue el primero de una serie de asesinatos en serie a jovencitos que, hasta la fecha, no se ha podido resolver. La anciana madre de Paquito murió a las pocas semanas, presa de un sentimiento de culpa, con la certeza de que José Miculax se había levantado de la tumba para dar continuidad a sus crímenes. Ante la ola de asesinatos inexplicables, la Policía Nacional, solicitó a la población que vigile a los niños varones comprendidos entre los 10 y 17 años.