(Puedes leer la primera parte de esta Crónica, aquí: #JMJ2019: Crónica de una vigilia)
Entonces lo veo. Un panameño que representa lo chispudos que somos los centroamericanos. Él ha encontrado una oportunidad de negocio en plena peregrinación. Ha parqueado su carro en una orilla, lo ha llenado con botellas de agua, Coca Cola, comida, abanicos y hielo. Vende todo a un dólar. ¡Y está vendiendo bien! Le tomo una foto y sonríe. Cuando se da cuenta de que no voy a comprarle nada, decide sonreírle a otro cliente.
Pasamos también a un grupo de venezolanos que como los nicaragüenses, sabemos que sobre los hombros no solo llevan el peso de la peregrinación de la JMJ, sino el peso de sus países que se hunden ante la tiranía de un régimen, la corrupción de sus líderes con el poder y la miseria de sus pueblos. Lo que cargan ellos es más pesado, por eso sus banderas las ondean con más entusiasmo. Las palabras de apoyo no sobran en estos momentos. Ellos, los “nicas” y los venezolanos, nos lo agradecen con una sonrisa sudorosa. Todos rezaremos por ellos en la Vigilia, al menos de eso sí pueden estar seguros.
Después de las banderas y los líos, mis ojos divisan un pequeño cartel que dice: “Bienvenidos Peregrinos. Familia de Acogida”. El mensaje está colgado sobre unos barrotes negros que cercan una diminuta casa rosada de cemento. Hogar humilde y pobre. Sin embargo, hogar rico y generoso, porque dentro de su pobreza le ha abierto los brazos a quién sabe cuántos peregrinos y les ha dado de comer, beber y refugio para que pasen la noche. Otra de las lecciones de la JMJ: la ayuda no la da el rico al pobre, sino el que ama a su prójimo. Así se construye una sociedad, con más personas dispuesta a amar.
Faltan cinco minutos para las 5:00 de la tarde, cuando la euforia es estridente: hemos llegado a la entrada del Metro Park. “¡Que vivan los peregrinos!”, gritan por ahí. Nos recibe un grupo de soldados del Ejército de Panamá, otros panameños que no han hecho más que servir durante esta JMJ. Uno de ellos tiene una máscara de payaso. Les tomo fotos. Una monja se emociona demasiado al verlos y la invaden las lágrimas de ternura y emoción.
Pero la caminata está lejos de acabar. Debemos llegar al sector B, que es donde está nuestro campamento. Eso significa: un par de kilómetros más bajo el intenso sol. Los hombros resienten la mochila; los pies, el peso del cuerpo; la cabeza, la insolación; los ojos, el desvelo, pero el corazón es más fuerte.
Un sacerdote ha caminado con su guitarra y pasa cantando canciones cristianas. Tomamos un nuevo aire y emprendemos todos juntos la última parte del viaje. Y es que… ¿Qué son un par de kilómetros más comparados con la recompensa de poder estar junto al Papa Francisco, la imagen de la Virgen de Fátima, y miles de jóvenes en una de las manifestaciones de fe más grandes de la historia moderna? Si eso no es motivación, si eso no es amor y entrega, si eso no es fe, si eso no es una familia unida, ¿entonces qué es?
Pasamos por una manta blanca que se extiende por unos metros. La manta tiene una frase firmada por el Papa Francisco: “Solo los jóvenes valientes se atreven a navegar contra corriente”.
A eso de las 6:00 llegamos a nuestro campamento. Alguien toma una foto de la bandera panameña con el atardecer. ¡Lo hemos logrado! Nos sentamos y nos quitamos la mochila. Hay poco tiempo para sentirse cansado, porque la vigilia está por comenzar. El Papa Francisco ya ha llegado al escenario principal. Poco a poco el cielo se cubre de negro, las estrellas apenas se asoman, como si tuviesen miedo. Eso sí, la estrella más grande está frente a nosotros: la imagen de la Virgen de Fátima baja al escenario. Soñada. El Papa Francisco la mira, con la ternura que la ven los 600 mil peregrinos en el Metro Park. Entonces dice: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, y comienza el milagro.