#JMJ2019: Crónica de una vigilia imagen

Ubiquémonos en ese sábado 26 de enero, a las 2:00 p.m., cuando me uní a la peregrinación de varios kilómetros que miles de jóvenes recorrimos para llegar al Metro Park. Esa vigilia fue épica.

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Ubiquémonos en ese sábado 26 de enero, a las dos de la tarde, cuando me uní a la marcha de varios kilómetros que miles de peregrinos recorrían para llegar al denominado Metro Park (“Campo San Juan Pablo II”); el único lugar capaz de albergar a 600 mil almas jóvenes a las afueras de la Ciudad de Panamá. La ruta era simple, porque el camino era casi recto: los pueblos-Concepción-Ciudad Radial-Versalles-Metro Park.

El calor se hizo presente. La juventud aún más. Los panameños no fueron más que hospitalarios y sonrientes. Todo fue perfecto. Iba con unos tenis rojos que terminaron grises por el polvo y con una mochila cuyo peso estaba distribuido en varias botellas de agua, que respondían a un cálculo exagerado solamente comparable para quien se dispone a hacer una excursión al desierto.

Comenzamos a caminar cuando el bus nos dejó en una gasolinera. Allí vimos cómo interminables grupos que respondían a un sinfín de banderas de diversos colores, culturas e idiomas, marchaban sonrientes, sudorosos y estrepitosos. La emoción por llegar al Metro Park y participar de una noche única bajo la dirección del Papa Francisco pudo más que los obstáculos que teníamos al frente.




Entonces comenzamos a marchar. Faltan veinte para las tres de la tarde. El calor estaba decidido a no perdonarnos el viaje. Primer trago de agua y primeras gotas de sudor. El grupo de chilenos que llevo detrás comienza a “armar lío” y entre la curiosidad y el gozo, una brisa nos devuelve el ánimo.

Faltan cinco para las tres de la tarde entramos a una zona rodeada de casas pequeñas y humildes. Nada distinto a lo que podríamos observar si vamos camino al Puerto San José, por la “carretera antigua”. O, sin ir tan lejos, el mismo escenario que se nos presenta cuando entramos a lo que en chapín le decimos “un pueblito”. Casa de todos los colores con su emblemático portón metálico. Pobreza pero tampoco miseria. Algunos árboles maltrechos en los arriates. Noto que el asfalto está un poco mojado y luego, de sorpresa, un vecino nos da la bienvenida con una manguera que ha conectado a su diminuto jardín. “Refrésquense que falta mucho para llegar”, dice con su acento caribeño.




Son las tres de la tarde y un grupo de mexicanos, recién bañados con las mangueras de los vecinos, comienza a cantar: “Ay ay amor, canta y no llores, porque cantando se alegran, cielito lindo, los corazones”. Mientras cantamos me doy cuenta cómo los vecinos están contemplando la peregrinación en primera fila. Han sacado sillas a las calles y se sientan para ver la gente pasar. Pienso que ha de ser una imagen increíble: ver desfilar a miles de miles de jóvenes de todas partes del mundo, sonrientes y sin cansancio, todo para ir a escuchar al Papa (“a ese viejito” como le dijo una panameña con cariño) y rezar con él. ¡En serio que debe ser increíble ver ese espectáculo con ojos de espectador! Imagínense cómo es vivirlo…




Poco antes de cumplir la mitad del recorrido, mis ojos divisan algo que me parece increíble. La imagen de una Virgen de Guadalupe, en la esquina de una calle, descansando a los pies de un árbol. Sin duda hay alguien que nos está acompañando en todo este trayecto. Por un momento, intento hacer la analogía de la Virgen sobre el burro con San José, yendo hacia Belén. La nuestra es otro tipo de peregrinación, pero con el mismo fin: contemplar a Cristo, estar con él, hablar con él, amarle.




Una familia ha salido a la puerta de su casa naranja con barrotes blancos y esperan a los peregrinos mientras gritan mensajes de apoyo. “¡Ánimo juventud!”, nos dicen y aplauden como si fuésemos celebridades. Además, un grupo de patojos que anda por allí comienza a jugar con los peregrinos y nos estrechan la mano a quienes pasamos cerca de ellos. Es la niñez panameña, el futuro de ese país cuna del contraste y puente de unidad.




El cansancio comienza a tomar protagonismo. Ya llevamos más de una hora caminando y el peso de las mochilas no se reduce, contrario a los kilómetros que nos hacen falta. Por eso, el punto de abastecimiento luce como un oasis en medio del desierto. Los voluntarios han montado en lo que parece ser una escuela, un lugar con agua fresca, sombra, baños y hasta un poco de comida para el peregrino cansado. Nos detenemos por unos segundos a beber un poco, algunos aprovechan a ir al baño y otros, como yo, a tomar fotografías. Hay un hombre vestido de indio americano de tiempos de la colonia. Otro sostiene una bandera gigante de la JMJ. Todo sigue siendo fiesta.




Continuamos con la caminata. Hemos dejado atrás a los chilenos, a los mexicanos y a otro grupo de guatemaltecos de Jalapa. Ahora estamos con varios brasileños, hondureños, nicaragüenses y polacos. La gente nos aplaude con entusiasmo. Los pies, cansados, marchan con valentía. A pocos kilómetros nos espera el Metro Park. Son las cuatro de la tarde.

Continuará

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