Como ya habrán notado, queridos lectores, mis relatos recientes tratan todos sobre misterio, eventos paranormales y terror. El apetito que la mayoría de la gente tiene por estas historias no deja de sorprenderme. Las ideas que se me vienen a la cabeza, tampoco. Hace poco me preguntaba una lectora que ¿“de dónde se me ocurrían tantas cosas oscuras”? Mi respuesta inmediata fue, “seguramente, de la literatura que había leído a lo largo de mi vida”. Sin embargo me dejó con la incertidumbre ya que algunas cosas de las que he escrito no las he visto jamás en los libros.
¿Saben? Soy una persona que suele pasar el día y la noche acompañado de estímulos auditivos. Si no es la finada Donna Summer, favorita por encima de toda la demás música de mi variado repertorio, son las noticias. En este último ámbito, la radio o la televisión, suelen ser mis compañeros de fondo en mi actividad profesional, e incluso, durante mi sueño. En otras palabras, sin ruido no me puedo dormir (quizás sí, pero igual, me gusta el sonido, aunque sean los ronquidos de mi pareja). Una vez asimilado el medio ambiente, ni el volcán de fuego con sus explosiones y sacudidas, puede despertarme. Y de pronto me vino a la cabeza la respuesta a mi lectora: vivimos en un país en donde lo oscuro se ha apoderado de nuestras vidas.
Veamos. El campo político debería tenernos verdaderamente preocupados. Incluso a los que viven en “Lalaland” creyendo que el airecito rosado neutraliza todas las energías negativas, alrededor de sus positivas vidas, tendrían que estar acojonados. Si no saben por qué, investiguen. Las leyes que se han fumado en los últimos años controlan todos los aspectos de nuestras vidas íntimas, más allá de lo que los indolentes se puedan imaginar. A eso se suma lo que nos roban descaradamente que ya tiene al país empeñado por generaciones. Este, es un campo minado, más ahora con las cortes y los entuertos de estas maras de corruptos cabildean desde las fuentes de poder. En pocas palabras ¿seguridad? Ninguna.
Pero hay algo más. La criminalidad campante en el país, el peligro que representan las calles y hasta la fragilidad en nuestros propios hogares, son realidades terroríficas que pueden dejar de lado cualquier otra historia de espantos. Los asesinatos, producto de mentes distorsionadas por algún tipo estigma inexplicable, han rebasado con creces la frontera de la cordura. El poco miedo que los delincuentes le tienen a la cárcel es tan puntual que han hecho de su paso por las penitenciarías un ejercicio que, en lugar de deshonrarlos, pareciera valorizarlos. Siempre he tenido el pensamiento, escandaloso si se quiere, que la escala de los derechos humanos de los delincuentes debería medirse en cuanto a los derechos humanos violentados de las víctimas. Estas últimas son ultrajadas de maneras inimaginables y sus derechos, mancillados sin ninguna contemplación.
Entonces, regresando al principio. Las historias que se me ocurren, sin duda, se nutren de la realidad. De las cosas inconcebibles que vemos todos los días en los medios de comunicación. De los dramas de vecinos que son capaces de venganzas terribles materializadas en los inocentes niños que nada le deben a nadie. De hijos que matan a padres y abuelos por cobrar esmirriadas herencias. Del mal que se extiende en medio de la ignorancia y la indolencia. De allí, se alimentan mis historias de terror. De la realidad sin alternativas que estamos viviendo los chapines.