ESTE RELATO ES LA SÉPTIMA HISTORIA DE LA SAGA “HISTORIAS DE PUEBLO” CONTADAS POR ALFONSO R. CEIBAL E INMORTALIZADAS POR LA PLUMA DE JUAN DIEGO GODOY.
Esta es la típica historia que te cuenta tu abuelo o algún sobreviviente de aquella Guatemala a la que llamaban “La tacita de plata”. Las leyendas suelen comenzar con un “dicen qué…”, “fijate que me contaron…”, “por ahí andan hablando de…”, pero esta me sorprendió porque, todavía siendo un joven mocoso, empezó con otro tipo de introducción, una más caótica y citando a quien fuese el protagonista más temeroso de todas las historias de miedo. Cuando el amigo de mi abuelo, que en paz descanse, me la contó, inició así: “el diablo no me ha dejado de perseguir desde aquel día en el Amate”.
Bastó poco para que me enganchara en el siguiente relato que he de contarles.
Primera parte: Ni huesos, ni flor.
Lo que hoy es la Plaza Bolivar, con su ceiba, el Portal de Transferencia del Transmetro y su comercio informal, no es lo que ayer conocíamos como “Plaza del Amatillo”. ¡Que va! Pocos vivieron y se imaginan lo que algunos presenciamos en ese lugar.
Los abuelos solían contar las historias describiendo cada detalle. Eran cronistas por naturaleza y excelentes choferes de la oratoria. Conducían cada sílaba, cada palabra, cada oración al corazón del oyente y le impregnaban ese espíritu único que solo la imaginación es capaz de crear. Así, quienes escuchábamos a los abuelos contar historias, rápidamente comenzábamos a edificar el cuento en nuestras cabezas y nos sumergíamos tanto en ese mundo de ayer, que cuando abríamos los ojos, nos decepcionábamos. Sin embargo, cuando mi abuelo nos contó esta historia, abrir los ojos no fue una decepción para mi, sino un alivio.
Algunos viernes cuando no estábamos de fiesta por las calles del centro, nos íbamos a fumar a escondidas a nuestro lugar favorito: el Amatillo. Esa plaza era perfecta para un grupo de patojos de 17 años que querían tomar a escondidas, fumar para demostrar su hombría y contar historias que, a oídos de los padres, significarían un encierro en la iglesia más cercana. Al norte de la 18 calle de hoy y al sur con lo que ahora es el Teatro Nacional, nos reuníamos a pasar la tarde.
Antes de continuar con la historia, mi abuelo, que siempre daba pinceladas de teoría, nos describió el porqué del nombre de aquella olvidada plaza. Según sus canas y lengua sabia, la Plaza del Amate recibía el nombre por un árbol de Amate (cuyo nombre proviene de la palabra: nahuatl amacuahuitl, formada por amatl: papel y cuahuitl) que había sido sembrado allí por 1780 y servía no solo como ícono del lugar pero para los que venían del sur con sus bestias cargadas de todo tipo de productos para vender en la capital. Era un rincón de descanso momentáneo, porque nadie se quedaba allí a pasar la noche. Claro, era una plaza, no un hotel, pero la razón no era aquella tan lógica. El principal factor que ahuyentaba a cualquier mercader del árbol era que, cuando caía el sol, las bestias se alborotaban y mugían con tal de alejarse de aquel verde.
Fue una de esas noches cuando Miguel, indiscutible líder del grupo, nos retó a quedarnos a esperar a que cayera el sol. Su padre le había contado que en El Salvador, los guanacos decían que no era recomendable quedarse a dormir bajo los Amates, porque arrojaban huesos. Además, otro conocido le había contado que a la medianoche a veces aparecía una flor blanca en las raíces y que solo podían verla los sordos o los niños. “A ver si en Guatemala los árboles están igual de locos que en El Salvador”, nos dijo. Yo ya había escuchado lo de los mercaderes, que se retiraban del árbol antes del anochecer, pero lo de los huesos y la flor me llamó más la atención y fui el tercero en ofrecerme.
El plan, según mi abuelo, era que cada viernes se quedaría algún miembro del grupo. A él le asignaron el cuarto viernes. La idea era que el sábado por la mañana, se reunirían todo en aquella plaza para preguntarle a quien había hecho el turno si le habían arrojado huesos o si había visto la flor blanca. El plan, para unos patojos de 16 años, era demasiado tentador y además, la presión por no hacerlo era grande: ya las patojas se habían enterado de tal hazaña y comenzaban a fijarse en ellos. Los primeros tres viernes no pasó nada. O al menos eso les decían los que se quedaban a dormir.
A las patojas decíamos que si, que nos habían arrojado huesos y que habíamos sido muy valientes. Pero cuando solo estábamos los del grupo, decíamos la verdad y era que “no habían visto nada”. Ni huesos ni flor, nada. Por eso el viernes que me tocó quedarme a mi, algunos me dijeron que no valía la pena, que mejor buscáramos otra cosa. Pero mi curiosidad me mataba. Si no pasaba nada, al menos quería que no me pasara nada a mi también y ser parte de la historia. Así que le mentí a mis papás, diciéndoles que me quedaba a dormir en casa de otro amigo y, bien abrigado y con un par de zapatos, me fui a tumbar bajo el árbol del Amate, en El Amatillo a esperar a que pasara la noche, sin huesos ni flor.
Entonces mi abuelo comenzó a mostrar señales de terror. A partir de la segunda vez que lo escuché narrar esta historia, pude notar que siempre antes de iniciar esta parte, se persignaba y bajaba el volumen de la voz, como si alguien más estuviese viendo o escuchando; alguien que no debía. Sus manos viejas se cerraban y formaban unos puños, como en forma de protección. Apretaba los dientes y, con dificultad, se ponía a recordar todo lo que había pasado aquella noche; aquella maldita noche cuando hubiera deseado que le vaciaran mil huesos encima o que brotaran cientos de flores blancas en las raíces del condenado Amate. Que pasara todo, menos lo que le pasó. Que lo visitara cualquiera, menos el mismísimo diablo que aquella noche se llegó a sentar a su lado para contarle historias.