ESTE RELATO ES LA ONCEAVA HISTORIA DE LA SAGA “HISTORIAS DE PUEBLO”, CONTADAS POR ALFONSO R. CEIBAL E INMORTALIZADAS POR LA PLUMA DE JUAN DIEGO GODOY.
Sucedió en alguna de las cuarenta y cuatro aldeas y treinta caseríos que tiene el municipio de Moyuta, del departamento de Jutiapa. La ubicación exacta quedará entre las memorias de quien me contó esta historia y mis apuntes. Nada más. Prometí no revelar los detalles exactos de una historia tan caótica.
Cristóbal y Celia
Cristóbal Jiménez (1) se mudó a Moyuta a principios de la década de los 70’s. Sus vecinos cobaneros, al ver que había vendido todo para irse a perder a una de las aldeas de uno de los municipios de Jutiapa, habían pensado que quizás el joven intrépido se había enamorado de la naturaleza de aquel departamento oriental, como la laguna San Juan El Bautista o las faldas del Volcán de Moyuta. Pero, Jiménez tenía parcialmente engañados a sus vecinos y amigos. Si bien se había enamorado de unas faldas, no necesariamente habían sido las de un volcán, aunque también era cierto que Celia Martínez (2) podía hacer estallar la imaginación de cualquier hombre de “moral distraída” como un volcán en plena erupción. Así, Cristóbal lo había dejado todo en busca de Celia y juntos se habían mudado a algún lugar de Moyuta para, con la fortuna del adinerado cobanero, darse la vida que este le había prometido a ella a cambio de su amor.
Era cierto que Celia Martínez no tenía muchos bienes materiales que aportar al matrimonio, pero su belleza le bastaba al embobado de Cristóbal, quien con tal de despertar todas las mañanas a su lado construyó la que más tarde comenzó a llamarse la “Mansión Celeste”, por su tamaño y llamativo tono color cielo.
Así, la vida del matrimonio comenzó a acaparar las conversaciones de aquel desdichado pueblo. Cada movida, cada compra, cada ayuda a la comunidad, cada gesto. Todo era documentado por algún curioso vecino que lo divulgaba en cualquiera de los comedores o tiendas. Hasta que un día, pasados dos años del matrimonio, llamó la atención a los aldeanos que Celia no quedara embarazada. La idiosincrasia, estabilidad económica y buen vivir hacían que para los vecinos fuese difícil comprender por qué el matrimonio no había tenido hijos.
Entonces, el chismorreo comenzó. Se contó mucho. Que Celia no estaba enamorada de él, solo de su dinero, y que por eso se resistía a tener hijos. Que Cristóbal era homosexual. Que sí habían tenido un hijo, pero que lo habían mandado fuera para que nadie se enterara de quién sería el heredero de la Mansión Celeste. Y así, cada quien con su teoría.
Una visita inesperada
Pero el chismorreo de la aldea cambió de tema cuando llegó a la Mansión Celeste una hermosa joven. Era la sobrina de Cristóbal, Raquel (3), hija de su hermano mayor, que había llegado a Moyuta para pasar unos meses con sus adinerados tíos, lejos de su amado Cobán. Raquel fue recibida con los brazos abiertos por su tío y los celos de Celia, quien miraba en la sobrina de su esposo una hermosa muchacha capaz de desviar las miradas de los jutiapanecos a la cobanera.
La estadía de Raquel representó una crisis para el matrimonio. Celos, reclamos, peleas, gritos. El pueblo escuchaba y miraba atónito cómo el matrimonio de la Mansión Celeste se desmoronaba en cuestión de semanas. El punto final lo puso Celia. “O ella o yo”, se le escuchó gritar una noche. Al día siguiente, Raquel salía de Moyuta a toda prisa.
El viaje en camioneta
Las aguas tensas se calmaron. No se vio a Celia salir de casa casi para nada y Cristóbal mantuvo un silencio sepulcral que, para los vecinos, solo significaba curiosidad y más chismorreo. Nueve meses después Celia salió de casa, pero con bebé en manos. Habían tenido un hijo.
Pasaron los meses y una buena noche, en una de las cantinas, don Guayo, chofer de camioneta, le confesó a la cantinera, doña Tina, lo que había visto hace algunos meses, días antes de que el matrimonio Jiménez Martínez anunciara el nacimiento de su primer hijo.
-Llevé en mi camioneta a una patoja muy guapa. Tan guapa que casi se me olvida cobrarle el pasaje. Calladita y tímida, no quería hablar con nadie y se fue sentada en la última fila. Ya sabe, doña Tina, yo no ando fijándome en las mujeres que se suben a mi camioneta. Yo siempre con respeto y ojo cristiano, no vaya a ser. Que tengo señora e hijas y no soy ningún viejo mañoso.
-¡Ay, ya va usté otra vez, don Guayo! ¿Y para qué me cuenta esto?
-Porque noté que la patojita llevaba un bebé en brazos. Mire que no parecía recién nacida la criatura. La dejé en la última parada antes de terminar mi turno. Parqueé la camioneta y, preocupado por ver a la muchachita caminando sola con el bebé, le ofrecí que la acompañaba. Caminamos y cuando llegamos, me sorprendí un poco. Estábamos frente a la Mansión Celeste. Ella se despidió de mí, me dijo que no dijera nada y subió las gradas.
-¿Y entró a la casa de don Cristóbal y doña Celia?
-Sí. Al día siguiente, por la mañana, recuerdo que se subió a la camioneta otra vez… pero ya no iba con el niño y se le notaba que había llorado y pasado en vela toda la noche.
-¡Me está mintiendo!
-¡Por Dios que no, doña Tina! Y a los dos días salen don Cristóbal y doña Celia a decir que tuvieron un hijo. ¿Estoy loco o no será que es el bebé de aquella patojita?
-¿Y no será esta patojita, que usted describe como muy guapa, la mismísima sobrina de don Cristóbal? ¿La Raquel esta?
Don Guayo bebió un sorbo de su cerveza Gallo y negó por lo bajo en señal de desaprobación. Doña Tina se llevó la mano al corazón. Ninguno de los dos dijo nada. Guardaron aquel secreto hasta que otra historia del matrimonio Jiménez Martínez ocupó el chismorreo de las calles y revivió aquella conversación.
Cenizas y venganzas
Pasó un año después de la conversación de don Guayo y doña Tina. Celia le había confesado a uno de los vecinos que el hijo no era suyo y había revelado aquello que don Guayo había visto con sus propios ojos: don Cristóbal y su sobrina, Raquel, habían tenido un hijo, fruto de una noche de despecho tras una pelea entre el cobanero y su amada Celia. El miedo al qué dirán y los ruegos de Cristóbal a Celia los habían llevado a acatar un plan: Raquel se iría al día siguiente y seguiría con su embarazo, oculta en casa de un amigo de Cristóbal, a las afueras de Moyuta. Mientras tanto, Celia permanecería en casa para fingir el embarazo a cambio de que Raquel le entregara a la criatura al no más nacer y Cristóbal le cediese la mitad de su fortuna y la Mansión Celeste. Ella no diría nada, era su promesa. El plan se llevó a cabo y funcionó a la perfección. Sin embargo, esa no fue toda la historia. Celia también le confesó a aquel vecino que a diario “desahogaba las penas de su corazón” con uno de los empleados de la Mansión Celeste, un patojo que trabajaba de jardinero. Y que un mal día, por cosas del destino, había quedado embarazada.
La historia corrió por cada casa, cada esquina, cada tienda, cada borracho, hasta que llegó a la Mansión Celeste. Toda la aldea escuchó la disputa. Cristóbal le reprochaba el engaño. Celia también. Ambos se reprochaban lo que ninguno había podido dar. La pelea siguió hasta la madrugada.
A eso de las cuatro de la mañana, los vecinos se despertaron con un fuerte olor a humo. Cuando salieron de sus casas, se encontraron con una escena que jamás hubieran imaginado. Cristóbal, con el bebé en brazos, estaba arrodillado frente a la Mansión Celeste, y esta ardía sin clemencia. No había señales de Celia. A los pocos días, se supo que había huido después de quemar la casa en un ataque de furia.
Cristóbal se mudó de Moyuta en cuanto se apagaron las llamas de lo que había sido su poderío. Dejó todo atrás, aquello que había quedado reducido a cenizas y lo poco que se había salvado. Dicen que regresó a Cobán. Otros, que se fue a Zacapa. Lo único certero es que jamás volvió a Moyuta. Ni él ni su amada Celia, quien solo Dios sabe en qué rincón de Guatemala se encuentra.
__________________
(1) (2) (3) son nombres ficticios, ideados para evitar revelar la identidad de los protagonistas.