Jaimito fue, desde muy pequeño, un niño particular. Con poco más de tres años, consiguió desbloquear el celular de su padre y, a partir de ese momento, iniciar su camino hacia una adicción que le acompañaría hasta el final de la vida: la de los juegos electrónicos. “Sus impulsos son un poco diferentes que los de sus compañeros”, observó la maestra de párvulos. “Por un lado, pareciera tener capacidad para resolver problemas inesperados, pero por el otro se dispersa sin razón aparente”.
Los primeros años escolares fueron más o menos buenos. Casi nunca se metía en problemas, tenía notas promedio, hacía deberes y cumplía con sus obligaciones con un compromiso razonable. En casa, luego de realizar sus tareas, esperaba que llegara su papá del trabajo para que este le prestara el móvil y así ponerse a jugar “sus juegos de internet”. “Jaimito ni molesta”, presumía su mamá con sus amigas. Mientras, este, en un rincón, aislado de los otros niños apenas levantó la cabeza, abstraído en el universo de su tableta electrónica.
La pareja no se percató, imbuidos en sus asuntos de adultos, de los cambios que se operaron en él. Como no les daba problemas, no se metían en sus actividades que lucían como normales. No se dieron cuenta de su falta de apetito y sueño, de lo demacrado que estaba. Tampoco se preocuparon mucho cuando las notas bajaron de ochentas a setentas. “No sigue instrucciones”, señaló la maestra de quinto grado de primaria “y cada vez me cuesta más sacarlo del universo de los juegos electrónicos”. Ambos esposos se miraron sorprendidos y un poco molestos le contestaron que “el niño era un buen niño”. “No lo dudo”, contestó esta, “pero algo le está pasando y ustedes podrían no haberse dado cuenta”. Fue a partir de esta charla que Sofía empezó a poner atención al niño.
“La cena está servida”. No hubo respuesta. “Ve por Jaimito por favor”, le pidió a su esposo. Este regresó sin él, “dice que solo termina sus vidas y baja”. Una hora después Sofía subió y lo encontró metido en la pantalla de la computadora. “Jaime, si no bajas inmediatamente te voy a desconectar la computadora”. No respondió. “O no me escuchó o me ignoró ¿qué hago?”, le preguntó a su consorte. “Pues desconectémosle el aparato y ya”.
Ninguno de los dos estaba preparado para el berrinche que Jaimito les armó. Sin embargo, mantuvieron su postura. Mientras no mejorara sus notas, comiera bien y se comportara civilizadamente, no tendría acceso a juegos. El día siguiente, en la escuela, pasó por un infierno. Consensuados con las autoridades de la institución, consiguieron que nadie le prestara ningún dispositivo y, durante la clase de computación, le asignaron un monitor que lo mantuvo preso en los confines académicos.
Cuando regresó a su casa enfrentó la siguiente batalla. De su cuarto habían desaparecido todos sus juegos, incluidas su computadora personal y la tableta. Aunque trató de ser razonable, las lágrimas acudieron a sus ojos y a partir de ese momento trató de negociar con sus padres infructuosamente. Más noche, en la intimidad de la alcoba, Jaime papá observó con cierta desazón: “¿Notaste que no encontró las palabras para hacerse entender?”. “Sí”, contestó asustada, “es como si hablara otro idioma y el español no fuera su lengua materna”.
La siguiente semana fue determinante. Con paciencia y firmeza le confeccionaron una rutina que, luego de cumplida, fue premiada con permisos cronometrados de entretenimiento con sus juegos. Tiempo que, para Jaimito era insuficiente, pero no había más remedio. Por fin, llegó el viernes, tendría que hacer sus tareas y después podría jugar hasta la noche. Cuando recibió la notificación de que le quedaba una hora para irse a dormir, contestó con un “sí, ya lo sé”. Al filo de las diez subió a buscarlo su papá, pero no lo encontró. Había desaparecido junto con su tableta. Lo buscaron infructuosamente. De hecho, su desaparición, se convirtió en noticia nacional.
Dos semanas después, varios zopilotes se posaron sobre el techo de la capilla del colegio. Cuando las autoridades subieron a investigar, encontraron en la buhardilla, el cadáver de Jaimito. A la par, la tableta conectada a la electricidad parpadeando: “Game Over”. El niño se encerró sin agua y sin comida en aquel trastero y allí murió de inanición, jugando hasta el final.