Estoy convencido de que la educación es una fortaleza. Quien tiene la oportunidad de estudiar, alimentar su cerebro con la lectura, abstraer ideas, para luego materializarlas en otras nuevas, se convierte en líder indiscutible de su entorno. No hay nada como un cerebro maduro para producir sustancia nutritiva que ayude a progresar un país. El nuestro, sin embargo, pareciera negarse a seguir las reglas más elementales de convivencia. Por supuesto que hay muchísimas excepciones y gente responsable en todos los estratos culturales. Los menos, lamentablemente, lideran tendencias.
Aunque estoy muy molesto por el daño que la prohibición le ha infringido a la precaria industria artística de Guatemala, desprotegida de todo y espoleada por instituciones que se deberían preocupar por ella, entiendo con claridad que estamos viviendo una emergencia sanitaria sin precedentes. No todos los días somos testigos de una paralización, programada y consciente, de la economía nacional. Del descalabro comercial de pequeños productores y la agónica zozobra del sector informal. Del cierre obligado de establecimientos que dependen de sus ventas para pagar rentas en dólares difíciles de reunir.
Pero, ¿cuál es la respuesta del chapín promedio? Memes, la difusión de noticias falsas, el ataque a las ideas positivas y como si se tratara de un mal chiste, aventurarse al riesgo de adquirir y propagar un virus que tiene en jaque al mundo entero. Porque, amigos lectores, si en algo tenemos que estar de acuerdo es que lo que estamos viviendo no es normal. El compromiso asumido por el sector oficial es un buen indicador de la importancia que se le está dando al mentado virus. Y he de reconocer algo, me inquieta mucho más que me digan que no tengo nada que temer. Lo que sí es seguro es que se está realizando un esfuerzo sobrehumano para que la pandemia no asole Guatemala y a sus comunidades más vulnerables.
Todas las semanas, casi siempre los viernes, hago las compras de mis víveres. Por cuestiones del trabajo no pude y me acerqué al supermercado este pasado lunes, a las 5 de la tarde. De pronto me sentí, al menos un poco, en el preludio de una guerra. Me llamó la atención, sobre todo el barullo, una familia de seis integrantes que llevaba cada uno tres paquetes jumbo de papel sanitario de mil hojas. Cada quien, pagando individualmente en diferentes cajas, un preciado botín que apenas podían sostener entre sus brazos. Puse más atención y me di cuenta de que muchos otros también iban cargados de toilette. Les juro que tuve que calmarme para no entrar en pánico y comprar cosas que en realidad no necesitaba. Solo me acuerdo que pensé que aquel recinto, lleno de gente irracional, era un terreno fértil de contagio.
El puerto, restaurantes (que todavía estaban abiertos al público), los parques de muchos municipios, la Sexta Avenida, estaban repletos de gente vagando presos de una despreocupada modorra. Muchos pensaban que pronto estarían de vacaciones y de lo demás, que otro se hiciera cargo. Este tipo de raciocinio es el producto de una más que deficiente educación. Resistencia que redunda en la incapacidad de abstracción y la impotencia de pensar más allá de las aplicaciones del celular. Luego de enfrentar esta catástrofe, habrá que centrarse en enfrentar otra aberración, la de la ignorancia. ¿Usted qué piensa?