Por: Valerie Rodas
Llegó el día en que la camioneta y yo nos reencontramos. Unos cuantos quetzales en el bolsillo y a estirar el brazo para evidenciar mi necesidad de subir al bus. Latón oxidado, motor ruidoso, letreros coloridos con nombres conocidos, asientos rígidos y ese peculiar olor a monedas (entre otros “aromas”…) Tomé una “Bolívar”, me acomodo hasta adelante por “seguridad” y porque hay asiento disponible, contrario a las recomendaciones, saco mi celular que no es un último modelo pero saca la tarea y pienso “esto lo tengo que documentar…” y así plasmar en la web lo que implica viajar en camioneta, algo que es parte de la cotidianidad de muchos guatemaltecos.
Sube un hombre de unos 30 años según mis cálculos, maletín negro colgando en el brazo, se coloca en la puerta de entrada e inicia una conversación con el piloto de la unidad, le dice que la situación está difícil y que si no madruga no gana igual. Inmediatamente detecto que es un vendedor, el primer discurso que debo escuchar en mi recorrido. “-Mirá vos esta semana tengo que reunir mil pesos porque tengo que pagar luz, agua, teléfono y el cable…” el vendedor estrecha la mano del piloto en señal de despedida y se presenta frente a los pasajeros, ubicado estratégicamente en la parte delantera y con voz fuerte dice “-Levante la mano, quién no se tira pedos; mi amigo, señora, todos nos tiramos pedos y el problema principal está en nuestro estómago…” suelto una carcajada mental y pienso “tiene razón” me toca tímidamente el brazo y me dice, dirigiéndose al público también “-Señorita usted se ve delicada pero esto que vengo a ofrecer el día de hoy nos sirve a todos…” sonrío y escucho con atención el discurso, inmediatamente muestra en una carpeta, láminas del aparato digestivo y finalmente la fotografía de un parásito, sube el tono de voz y continúa “-Señores, esta es la solitaria, la que nos tiene jodidos y para eso les traigo esta caja de desparasitante que le incluye lo que son dos tabletas de albendazol, hoy para usted no vale cincuenta que es lo que le vale en la farmacia, hoy a usted no le vale veinticinco, hoy usted se va a llevar dos tabletas que le van a cambiar la vida por la mínima cantidad de CINCO QUETZALES…”
Me emociona lo trabajador que es este hombre, vendiendo desparasitante en la camioneta para juntar lo del cable, la luz, el agua y el teléfono; yo necesito pagar exactamente las mismas cosas y también trabajo para ello, nos parecemos. No compré albendazol, no era necesario en esta ocasión.
Continúo el recorrido observando, todos van pensativos, en alerta por aquello de los ladrones; suben al bus tres “patojos”, entre 15 y 18 años tal vez, vestimentas holgadas, gorra para un lado y una bocina en el hombro ingeniosamente adaptada para usar baterías, la bocina emite sonidos armónicos, un fondo perfecto para lo que viene; los tres jóvenes se presentan a los pasajeros y el canto no se hace esperar, saco mi celular y no puedo evitar grabar, el audio no necesita mayor explicación y una vez más estos trabajadores tienen mi completa admiración por afrontar el día a día conforme a sus posibilidades.
Es el turno ahora de un ex-pandillero, integrante de un ministerio evangélico, luego de compartir su mensaje de amor y arrepentimiento, hace una oración por la vida de los pasajeros, el piloto y su ayudante; no está de más ya que perder la vida en un hecho delictivo en en el recorrido en el bus es algo posible en Guatemala, es el riesgo que se corre al pagar Q1.00 para transportarse. La camioneta avanza un par de cuadras más y sube anciano que sin mucha explicación de su vida, con ropa desgastada y olor a una dura vida en las calles, pide a cada pasajero, con un tono de voz lleno de angustia, una moneda para comprar comida. Algunos lo ignoran y otros sacan una moneda, él se baja rápidamente para subir a otro bus.
Mi destino está cerca, agradezco al piloto por el viaje y con un frenazo que hace perder a cualquiera el equilibrio se detiene en la 20 calle de la zona 1, pego el brinco y camino totalmente relajada porque si me van a asaltar al menos habré disfrutado el recorrido, aprecio la arquitectura del Teatro Nacional y me topo de nuevo con los jóvenes raperos y su bocina, están subiendo a otro bus, esto es lo que hacen todos los días quien sabe cuantas veces y así consiguen unos quetzales para sobrevivir. Llego a mi destino y a escribir…