Había una vez un país llamado la República del Dulce, una nación con vegetación exuberante, abundancia del recurso hídrico, rico como fortuna millonaria y pobre como miseria ambulante.
Un territorio de contrastes con un sistema electoral obsoleto y manipulado por los propios políticos que solamente jugaban a la alternancia de los poderes, funcionarios maniobrados con hilos invisibles por ciertos poderosos titiriteros.
Así transcurrían los años en la República del Dulce, sin cambios trascendentales, más bien con alguna modificación cosmética y sobre pagada con los impuestos de los dulcetecos (el gentilicio de la república).
Había un político poderoso, odiado y amado en simultáneo, quizás el único al que los titiriteros habían decidido dejar en la escena pública. La razón de esto: había llegado a la presidencia de la República del Dulce y gracias a sus estrategias de marketing político y a la compra de algunas voluntades, había salido del poder con un descrédito aceptable.
Durante su gestión pudo manejar a su antojo un monopolio de medios de comunicación que desinformaba al 70 por ciento de la audiencia. El otro 30 por ciento se lo debatían varios medios pequeños y casi inéditos que intentaban hacer contrapeso, pero que más bien parecían cayucos que se enfrentaban a un portaaviones.
El señor Iguazú durante su gestión había entendido perfectamente que quien maneja la información lo controla todo. Durante su mandato había desarrollado dos o tres proyectos visibles los cuales había anunciado con bombos y platillos. El abandono del entorno social y la distribución a dedo de megaproyectos, así como la venta de ciertos activos del Estado habían pasado a un tercer plano.
Iguazú se retiró un tiempo de la política, pero supo canalizar su antigua reputación para lanzarse como Gobernador de Chupete, la ciudad capital de la República del Dulce, la cual aglutinaba el 70 por ciento de la actividad económica y comercial del país.
Ser Gobernador de Chupete era un puesto bastante codiciado. Iguazú lo gobernó por un periodo y por otro y otro y otro… así incontables veces.
Muchos creían que Iguazú era descendiente del Dios Sol, otros en tanto aseguraban que era el único heredero de la realeza occidental, esa que había conquistado a sangre y fuego el territorio hacia varios siglos. “Los tata-tata-tatara abuelos de Iguazú zarparon en una misión pacifista y de conciliación hasta este territorio hace cientos de años”, solía decir un cronista con mucha credibilidad en Chupete.
Por décadas Iguazú estuvo a sus anchas en Chupete, creó una policía independiente para protegerlo a él y sus intereses, construyó infraestructura a beneficio de él y sus amigos y desarrolló una que otra obra de interés social.
Al dominar los medios de comunicación Iguazú parecía perpetuarse en el poder e incluso algunos analistas sugerían nombrarlo gobernador vitalicio (y así fue, al menos en lo oficial).
Pero hubo un único poder que Iguazú y sus aliados no pudieron corromper: el judicial. Hubo en Chupete un periodo feliz, donde una fiscalía general y su equipo se dedicaron a encarcelar a políticos que se habían enriquecido ilegalmente. Esa misma fiscalía pretendía enjuiciarle y acusarle de algunos fraudes cometidos. Se había descubierto que había utilizado finanzas de la Gobernación para intereses personales y políticos. Desde luego, Iguazú negó aquellos atrevimientos.
Pero Iguazú murió. Un infarto fulminante terminó con su vida y su gestión. Todos sus policías y algunos políticos aliados acudieron a su sepelio y fue así como Iguazú fue recordado como un descendiente digno de la realeza occidental que sirvió a la República del Dulce.
Fue enterrado en el cementerio privado de la familia, ese al que nadie tenía acceso, el de los jardines y flores. Tenía un poco discreto mausoleo al que nadie nunca entró, pero que se especulaba era una especie de casa lujosa de descanso.
El honor de ver el cuerpo de Iguazú no fue concedido a nadie y su sepelio público terminó cuando la carroza ingresó en aquella majestuosa edificación. Pasaron los años e Iguazú fue naturalmente olvidado por una ciudadanía con poca memoria histórica.
Unos 20 años después, un asesor de Iguazú, en su lecho de muerte, le confío a un periodista una teoría que jamás intentó comprobar, mucho menos publicar. Iguazú no había muerto aquel día. El político cuya reputación había caído drásticamente tras la acusación de la fiscalía y que se presumía no podría ganar otra elección, habría fingido su muerte. Más que evitar su enjuiciamiento habría querido evitar su fracaso en las urnas.
Iguazú era un hombre fuerte, en perfecto estado de salud. Pero aquel plan acabó con su vida. Con el confort de su entorno pero alejado del poder, el descendiente del mismísimo sol, empezó a perder fuerzas. Desconectado de los círculos influyentes y de la administración de la cosa pública Iguazú murió en la vida política y eso fue lo que realmente lo mató.
Perdió el apetito y las ganas de vivir. Veintitrés meses después de su falso sepelio Iguazú murió sin honras fúnebres. “Ojala realmente hubiera muerto aquel día, habría fallecido un poderoso, ahora estoy aquí en mis últimos respiros pero sin ser más nadie, esto es lo peor que me pudo ocurrir”, cuentan que dijo.
A Iguazú finalmente lo habría matado su ego escribió el periodista en una hoja de Word que muy pocos vieron.