El niño robado imagen

Las almas en pena ¿pueden entrar en contacto con la vida terrenal? Monsanto nos habla de una aparecida que regresa del más allá para reclamar algo suyo

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EL NIÑO ROBADO. Por Guillermo Monsanto

Treinta y siete años tardó Marina en regresar al pueblo. Olvidado del tiempo, el lugar conservaba el sabor del pasado. Los árboles que dejó en el parque central, tras su intempestiva salida, eran más grandes y frondosos. Tanto que apenas dejaban pasar la luz. Lo mismo sucedía con la alameda que conducía al cementerio. El kiosco, herencia del gobierno de Reyna Barrios, se sostenía garboso en pie. La iglesia, la municipalidad y el portal de comercio, seguían siendo aquellos achaparrados edificios coloniales que ella recordaba. Eran raros por su ecléctica arquitectura barroca y porque fueron construidos tras los terremotos de principios del siglo XVIII. Estos, soportaron el resto de los seísmos acaecidos entre 1773 y 1976. Quizás el color de las casas circundantes ya no era el blanco polvoriento de antaño y, una que otra tonalidad, les daba un nuevo carácter a las calles trazadas a cordel. No era un pueblo fantasma, pero casi. Allí no había el bullicio del pasado. De hecho, se sorprendió de no encontrar construcciones nuevas.

El camino que conducía al casco central de la finca lucía igual y la casa matriz, también. Marina no pudo dejar de sentir un escalofrío. El progreso se quedó detenido en aquella parte del país y con él, todos los sentimientos guardados desde la noche que salió huyendo del hogar, con su secreto en brazos. Dos de los tres testigos del robo callaron. La tercera enloqueció y no hacía mucho había aparecido ahogada en un remanso. Alejandro, su esposo, regresó religiosamente cada mes a ver las cosas de la finca. La nana Concepción fue la que, en una de sus raras visitas a aquella tierra, le indicó que había llegado el momento de retornar.

Los miedos de Marina se fueron calmando. Estar allí le gustaba y le traía tantos gratos recuerdos. Aplazando el posible retorno a la ciudad se fue quedando. Había tanto por hacer y esto la mantenía ocupada. Las semanas se convirtieron en meses y un buen día, en medio del verano, cuando menos lo esperaba, recibió una sorpresa que la llenó de alegría. Alejandro junior, su único hijo, llegó de Islandia sin avisarle. Residía en aquel país desde su casamiento y volvía, después de cinco años, con la sorpresa de un bebito en brazos. Marina era abuela y se sentía agradecida por ello.

Aquella misma noche, la nana le dijo a junior que no dejara abierta la ventana del cuarto del niño. Que por la finca “rondaba un alma en pena”. Este, por supuesto, le dijo que así lo haría y se olvidó del asunto. Hacía mucho calor y una vez cerrado el portal, la casa era una fortaleza. A las tres de la mañana los perros empezaron a ladrar desesperadamente. Fue tanto que padre e hijo, acompañados por un adormecido séquito femenino, salieron, linternas en mano, para ver la razón del revuelo perruno. La luna llena iluminaba el patio interior. Los canes estaban como locos dando vueltas frente a la ventana entreabierta del cuarto de Alejandro III. Todos, ahogando un grito, vieron a la mujer levantar al niño en brazos y posar sus labios sobre los de él. Del susto no se les ocurrió saltarse la ventana. Deshacer el camino para llegar a la habitación del infante fue un ejercicio eterno. Los dos Alejandro, llegaron primero, allí no había nada. El niño estaba en su cuna… muerto, seco como una pasa. “El espíritu le succionó la vida” dijo hecha un mar de llanto, la nana. En ese momento y de frente al dolor, Marina enloqueció. La gente del pueblo dijo que “aquello era obra del diablo” y que “el espíritu de la loca había regresado a reclamar a un niño que le había sido robado”.  

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