-Pero Babineaux prometió no volver a hacer un vestido de novia. ¿Está seguro de lo que vieron sus ojos, Dufour?-, preguntó Adrién Blanchett, uno de los hombres más adinerados de aquel París.
-Más certero que el tiempo-, respondió Manfred DuFour, mientras cuidadosamente entregaba el ejemplar de Le Temps a uno de sus ayudantes.
Blanchett era uno de esos clientes a los que Babineaux había rechazado en múltiples ocasiones. Ni un vestido, ni un traje. Nada. De acuerdo con la filosofía del sastre, Blanchett era una de esas personas que no valoraban sus creaciones y que ansiaba una prenda de Babineaux solo para que el chismorreo parisino hablara de ello. Por eso, el hecho de que Ria Guérin -una muchacha de una familia menos adinerada, más humilde y menos popular- fuese a obtener una prenda de Babineaux lo llenaba de cólera.
La sastrería cerró de manera indefinida y el sastre comenzó a elaborar aquel vestido en secreto. No faltaban los mirones en las calles, los chismorreos en las casonas parisinas y los curiosos que interceptaban a Ria Guérin, quien se negaba a comentar algún detalle sobre el vestido.
Al mes, una trágica noticia sacudió París. Ria había desaparecido.
Un vestido sin dueña
Sucedió una noche, a los 30 días del encargo del vestido a Babineaux. La última vez que vieron a la señorita Guérin fue saliendo de casa. Nadie supo nada más. La alerta se encendió por todo París, pero la búsqueda fue estéril: ni hubo rastro de Ria ni algún sospechoso importante o alguna explicación.
Pero el chismorreo de las calles sugería dos teorías. Una, que la desaparición de Ria Guerín se debía a los celos de los parisinos más adinerados por la confección del vestido. Muchas manos señalaban a Adrién Blanchett, quien en reiteradas ocasiones había negado su participación en la desaparición de la joven, aunque tampoco ocultaba su alegría por que aquel vestido hubiese quedado en manos de nadie. Otra teoría apuntaba al prometido de Ria, quien en los días previos a su desaparición había “comentado a alguien que le comentó a otro alguien” que estaba dudando sobre seguir adelante con la boda, por la cantidad de presión social que estaba recibiendo.
Ambos señalamientos jamás se comprobaron. Meses después, con una policía sin respuestas, las calles en silencio y un vestido sin entregar, lo sucedido pasó a la memoria parisina. Las autoridades congelaron el caso, pensando que quizás a más de algún detective con energías se le ocurriría reabrirlo algún día. La familia Guérin se marchó de París, sin dejar rastro. Así como los Fabre algunas décadas antes, huyeron de aquel París que les olía a muerte, rumores grotescos y dolor. Y Babineaux permaneció en la sastrería, sumido en su silencio y misterio.
Los sospechosos
Con los Guérin fuera de la ciudad, la sastrería abrió sus puertas de nuevo. Las dudas de los curiosos sobre el vestido de Ria eran silenciadas con una mirada asesina de Babineaux y así, al cabo de algunas semanas, los curiosos dejaron de aglomerarse en el mostrador.
Unos meses después, un periodista de Le Temps se acercó a Manfred DuFour mientras este repartía los ejemplares del diario.
-DuFour, ¿charlamos unos minutos?
-¿Pierre Bonhomme?
-El mismo. ¿Me das unos minutos?
-Usualmente leo su firma en alguna nota de portada. Dicen que escribe bien, yo personalmente no le he leído…
-Lo harás pronto, cuando escriba algo que te interese. Y quizás este sea el caso.
El joven y el periodista se sentaron en una banca de madera mientras las calles de un París en madrugada comenzaban a llenarse de transeúntes precipitados y autos con destinos.
-Estoy siguiendo el caso de la chica Guérin…
-El caso archivado hace varios meses…
-Ese mismo. No me hagas esas caras que aunque parezca locura, sé que hay más respuestas a las preguntas que la policía no hizo, o hizo a medias. No es un secreto que algo estorbó esa investigación y que las autoridades no hicieron sus mejores esfuerzos para encontrar a Ria.
-¿Cree eso? ¿Cómo las autoridades no van a querer encontrar a alguien de la élite francesa? Lo entendería si fuera alguno de nosotros, plebeyos sin importancia. Pero, Ria Guérin era más que un nombre…
-¿Y por eso no sospechas que la búsqueda haya fracasado así?
-¿En qué puedo ayudarle? Yo solo reparto el periódico…
-Y lo repartes a Babineaux, quien te permite entrar a la sastrería y a veces conversar con él.
-¿Sospecha del sastre?
-Sospecho de todos. Incluso de ti-, dijo Bonhomme, quien acto seguido hizo una seña de broma. DuFour no le creyó por completo. Tras unos segundos en silencio, el periodista retomó la conversación.
-Solo quiero pedirte un favor, DuFour. Tú eres el único con acceso a la sastrería. Necesito que me cuentes qué ves y que intentes obtener acceso tras el mostrador. Me gustaría, además, que me dijeras si notas algo extraño en ese lugar. Olores, materiales, personas…
-¿Personas? Lo que me pide es una locura. Nadie ha cruzado el mostrador de Babineaux. Adentro está su taller y su casa, es lo que sé. El acceso es restringido. Además, el sastre ha sido bueno conmigo y no quiero romper esa confianza. Me suele regalar algunas prendas, me compra todos los días Le Temps con un poco de propina para mi desayuno y se interesa por mí. Es un aliado.
-¿Sería tu aliado el autor de un crimen?
-Esa es una acusación muy seria. Para hablar así y ser periodista debería tener pruebas.
-Son las que te pido…
-Pues búsquese a alguien más.
Dicho esto, DuFour se levantó de la banca, tomó su bolso con ejemplares y continuó con su recorrido. Bonhomme se levantó satisfecho. Había encontrado al otro sospechoso de la desaparición de Ria Guérin y comenzaba a armar un reportaje que le helaba la sangre.