La Antigua Guatemala, y los pueblos que la circundan, eran como un sueño difuso hacia 1916. Cada comunidad enfrascada en sus actividades, girando en torno a rutinas como los días de mercado, santorales, temporadas de siembra y de cosecha, en fin. La ciudad con sus espectaculares vistas, sus silenciosas casas, los abandonados y enmontados parques, las pilas, las lodosas calles llenas de baches, el límpido (pero pírrico) río Pensativo, los cafetales y sus ruinas con 143 años de abandono, representaba un cuadro bucólico lleno de nostalgias e historias.
Durante el día, el silencio de las calles era violentado ya sea por una carroza o bien por esporádicos jinetes que, desde sus establos, salían a supervisar las plantaciones circundantes. También por el chasquido del látigo sobre las piedras y los cabritos balando mientras ordeñaban a sus madres frente a algunas casas de la calle de los pasos. Quietud, inercia, silencio. La Antigua era una metrópoli fantasma de polvorientas paredes encaladas que, luego de las seis de la tarde, entraba en un letargo que no se rompía hasta las cuatro de la mañana cuando los primeros jornaleros tomaban camino a sus respectivas labores, las lavanderas a las riveras del Achiguate a lavar o, las citadinas, a los lavaderos públicos.
Olga y su marido trabajaban y vivían en una inmensa casa a un costado del popular Parque de la Unión. Los martes eran los días que tenía destinados para lavar y esto, generalmente, le llevaba buena parte de la jornada. El problema era que el imponente lavadero colonial de la casa quedó destruido por la caída de un árbol y todavía no lo habían reparado. No le quedaba más remedio que ir al tanque de enfrente y, para agarrar un buen puesto, madrugar. “Mijo”, le dijo resignada a su esposo, “acóstate temprano porque mañana voy al parque a sacar el ropajal que tengo”. Y así lo hicieron.
Eran las tres y diez cuando su marido depositó el tercer bulto con ropa. Ella quedó en el primer lavadero a cinco metros de la casa y con la vista privilegiada de una noche de luna dibujando a lo lejos los volcanes y las montañas. Ni una nube. Su esposo sacó una colcha, se enroscó en ella, y se durmió inmediatamente en uno de los bancos de piedra a la espalda de su mujer.
No llevaba mucho tiempo en la tarea cuando notó que el agua que caía del guacal, sobre la ropa, destellaba reflejos cristalinos. Cada vez que hundía la palangana de morro, el agua lanzaba brillantes luces frías, como límpidos cristales. Embelesada con el prodigio de pronto notó movimiento al otro lado del tanque. El grito se le atragantó en la garganta. Sintió que las piernas ya no la sostenían y que el aire no llegaba a sus pulmones. Una mujer de un cuerpo extraordinario, sugerido por las luces refulgentes del agua y la luz de la luna, se estaba bañando dentro del tanque. De ella provenían los hipnóticos centelleos.
Se volteó para despertar a su marido, pero este no estaba. Con horror dirigió la mirada hacia donde estaba la extraña mujer y lo vio frente a ella. “Dios mío” pensó “es la Siguanaba” y corrió a la casa dando gritos de auxilio. Cuando salieron para ver de qué se trataba, lo encontraron flotando en el agua. Al sacarlo constataron que su cara reflejaba el terror por el que había transitado. Su piel, su cuerpo, a pesar de estar mojado, lucía seco y arrugado como si se hubiera deshidratado; como si algo hubiera halado su energía vital a través de un beso mortal.