Después de muchos años en el extranjero, casi cuarenta, el tío César decidió regresar a Guatemala para arreglar algunos asuntos relativos a sus propiedades. Había llegado el momento de negociar con sus hermanos lo que habían construido en conjunto a lo largo de la vida y, con sus propios hijos, decidir el destino de la que, hasta medio siglo atrás, había sido el lugar donde formó a su familia.
César y Jacinta se casaron en 1948. La primera niña llegó en 1951, el segundo en 1953 y los dos últimos en 1961 y 1962. Un año después desapareció Jacinta con el más pequeño y no se volvió a saber nunca más nada de ellos. Al inicio de los años setenta y debido a una enfermedad relacionada con los nervios, César se vio obligado a emigrar del país. Dejó en manos de su hermana Leticia y de María José, su hija mayor, el cuidado de los dos hijos todavía adolescentes.
Cada uno en lo suyo, el tiempo pasó. Los tres solterones, se quedaron regentando por derecho propio la casa que los vio nacer y la que, en el futuro, los vería morir. César hubiera preferido venderla y comprar con aquel dinero tres apartamentos, pero ellos, tan unidos como crecieron, se negaron a separarse y a deshacerse de la casa materna.
Para César fue un impacto encontrar todo más o menos como lo había dejado. Solo las ventajas del progreso rompían el aire antañón del lugar. “Si Mahoma no va a la montaña”, les dijo, “la montaña va a Mahoma”. “Tan llorón”, bromeó el pequeño, “te acabamos de ir a visitar el verano pasado durante todo un mes”. La cena, a la que asistieron otros familiares, fue alegre y llena de anécdotas. En la sala, a espaldas de donde César se sentó intencionalmente, el retrato de una mujer de mirada sombría, veía desde su bidimensionalidad la escena; Jacinta.
A la medianoche el reloj de la sala dio las doce campanadas. Augusto, entre sueños las escuchó. Casi se podría decir que las contó mentalmente. “Estoy teniendo una pesadilla”, se dijo en su inconsciencia. Él, joven en el sueño, se vio caminando por los corredores de la casa hacia el patio de atrás, hacia lo que fue la caballeriza con una pica en la mano… La respiración cada vez más entrecortada… “me está dando un infarto”, pensó. Golpes a la pared del trastero. “No puedo respirar. Tengo un ataque de pánico. Tengo que despertar”.
A la mañana siguiente lo encontraron grave en el patio trasero. Había tratado de tumbar una pared que alcanzó fracturar. Atrás había una habitación tapiada. En su interior, atada a un gancho, una osamenta con jirones de vestimenta femenina y, a sus pies, restos de lo que parecía ser ropa de bebé. Aquellos restos pertenecían a alguien que había sido emparedado vivo. En la pared, con rasguños de lo que fueron las uñas de la víctima, escritas dos palabras: “César asesino”.
Los restos resultaron ser los de la desaparecida Jacinta y su bebé. César, luego de unos instantes de lucidez en los que sus hijos le increparon el porqué del horrendo crimen, murió con un secreto que nadie llegó a conocer. Ese mismo día en la tarde fue enterrado y horas más tarde, a las doce de la noche, abrió los ojos en la oscuridad asfixiante de su tumba. En su desesperación, mientras arañaba la tapa de su ataúd, escuchó entre lamentos, que Jacinta le decía: “César asesino”.