Las cosas, con el tiempo, se trasforman. El futuro siempre es incierto y no trata con el debido respeto al pasado. Pareciera que es cierto que algunas personas, no muchas, poseen almas viejas ¿serán parte de esa herencia genética que se trasfiere de un ser viviente a otro? ¿Quién sabe? Lo que sí es seguro es que muchos, más de los que a mi criterio deberían, detestan lo antiguo. “No hay que aferrarse a lo material” dirían algunas gentes mientras se deshacen, gustosos, de los tesoros que sus abuelos y padres les heredaron. El valor, entonces, también es subjetivo.
La casa del barrio de Matamoros se construyó hacia 1789. Inmensa, pensada para albergar a una numerosa familia, todos, supervivientes de los terremotos de Santa Marta. Sin ser un palacio, poseía desde el principio una digna solemnidad. La propiedad, casi sin modificaciones, como no fueran la introducción de agua potable y la electricidad a finales del siglo XIX, siguió evolucionando sin grandes modificaciones hasta las sacudidas de 1917 y 18. La familia que la habitaba por aquel entonces, encabezada por Juan y Delia, por supuesto descendientes de los constructores, contaba con siete retoños a los que se sumarían en el futuro otros cinco. Sumatoria que llenaría de nietos, bisnietos y tataranietos aquella veterana mansión. A ellos había que agregar, a lo largo de todo el siglo XX, algunos primos entenados, una tía solterona, furibundas nanas y el siempre numeroso servicio doméstico.
En 1967 murió, de setenta y pico de años la bisabuela Delia, dejando como patriarca absoluto a Juan. Ya para aquel entonces, aquel hogar se estaba haciendo demasiado grande. Las hijas se habían marchado a formar sus hogares, los varones, un poco más rezagados se fueron casando a cuentagotas hasta que solo quedaron Juan, su hijo pequeño de cuarenta y cuatro años y su nieto que, a la sazón, era huérfano desde temprana edad.
A partir de aquel año de 1967, Juan empezó a subdividir la casa en pequeños apartamentos (algunos de ellos acondicionados con una sumatoria de muebles antiguos). Luego del terremoto de 1976, incluso, levantó algunos segundos niveles. Finalmente murió, a los 97 años, lúcido, administrando con sapiencia su propiedad, la cual ya había sido desmembrada y entregada a algunas de sus hijas o sus descendientes. Esta introducción, sin embargo, solo es la antesala para platicar del apartamento número 7 y los hechos acaecidos en él.
Este es de los espacios que Juan alquiló siempre amueblado y, curiosamente, el que siempre se quedaba vacío después de unas semanas. En la época de oro de aquella casa, jamás fue habitado por mucho tiempo. Desde la construcción de la casa en el siglo XVII, durante todo el siglo XIX y buena parte del siglo XX, sus ocupantes siempre manifestaron que aquel cuarto les provocaba una sensación de malestar asociada al miedo. Así es que finalmente se le destinó como trastero de la casa. En la renovación y por sus dimensiones, terminó siendo el apartamento más grande y uno a los que se le construyó un segundo nivel.
Mauricio y Andrea encontraron ideal el alquiler, la locación casi en el centro y el detalle de encontrar un espacio amueblado a tan bajo costo. El joven matrimonio había vivido, hasta aquel momento, en la casa de la mamá de Mauricio. Lo primero que les pareció simpático del apartamento 7 fue la falta closets. En su lugar acomodaron su ropa en un inmenso armario de finales de siglo XIX. Huelga decir que, para su sorpresa, era tan amplio que les sobró espacio. La habitación nupcial estaba ambientada, además del citado ropero, por una espaciosa cama matrimonial, con una impresionante cabecera de caoba tallada con volutas pertenecientes al art nouveau. Dos diminutos sofás forrados en típico, quizás de los años treinta por su forma ovalada, al pie de la cama, con una mesita a juego, colocada con gusto frente a ellos. Al lado de la amplia ventana con vistas al patio central, la imponente marquesa imitación francés, también de los años treinta.
Las primeras noches, luego que Mauricio se marchara a vender unos productos al interior de la República, Andrea se despertó sobresaltada siempre a la hora conocida como del diablo: las tres de la madrugada. Se sentía observada, vigilada. A la mañana del cuarto día, luego del baño matutino, se sentó frente al espejo central de la marquesa para cepillar su pelo. Un poco somnolienta por el desvelo, se quedó en trance, mirando directamente a sus propios ojos reflejados en la límpida superficie. “Son mis ojos, pero… en realidad no lo son” pensó y sintió un estremecimiento.
Alejando la idea de su cabeza, terminó de peinarse y se sentó espaldas al su reflejo, para calzarse las medias. De nuevo se sintió observada. Volteó rápidamente para encontrarse con su réplica mirándola atentamente mientras esbozaban ambas la misma sonrisa y se mostraban la lengua al unísono. De nuevo le dio la vuelta sin percatarse que ahora, en vez de estar su réplica de espaldas como debería de ser, la otra Andrea seguía de frente con una sonrisa cancina y una mirada extraviada en el tiempo.
Esa noche, a las dos cuarenta y cinco, la habitación se enfrió de golpe. Andrea se revolvió en la cama nerviosamente. Del espejo salió un vapor que, flotando, llegó hasta la orilla de la cama. A fuera, los relámpagos de la tempestad iluminaban fugazmente la estancia. Cuando finalmente abrió los ojos, a las tres, el cuarto estaba congelado. Un largo relámpago ilumino el cuarto por unos segundos, los suficientes para que Andrea viera con terror a una anciana vestida de luto que, inclinada, la observaba. Aterrada, a tientas, buscó el interruptor de la lamparita sobre la mesa de noche. No encendió. Cuando el otro relámpago iluminó la habitación, la anciana estaba a milímetros de su nariz. Una voz profunda, gélida como la muerte, gutural y hedionda le manifestó; “vete de mi casa”. Detrás de ella, otros espectros venidos de otros tiempos la observaban amenazantes. Cuando se encendió la lámpara, los vio desaparecer en el espejo. Salió corriendo del apartamentito enloquecida y aterrada. Dos días después su marido la fue a recuperar al neuropsiquiátrico.