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“no quiero escuchar nada más del tema; es imposible lo que me estás contando. Simplemente no puede ser”

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Rafael vio por primera vez a Marcela en 1967. Su mirada, parecida a la de un felino a punto de atacar, la escrutó minuciosamente sin que ella y su mamá se dieran cuenta. Ese día decidió que la haría su esposa. Investigar quién era y dónde vivía no le costó mucho. Ella iba vestida con el uniforme del colegio así es que la tenía localizada y era solo cosa de vigilar la salida de clases y seguirla hasta su casa. Observó con atención; en el hogar de Marcela trabajaban tres muchachas, dos mayores de sesenta años y una chica llamada Juliana, recién traída del interior en calidad de aprendiz.

Aquella casa tenía como vecina la sede principal de un partido político de ultraderecha. Cada vez que alguno iba a la tienda, con excepción de los familiares varones, las instrucciones eran dar la vuelta a la manzana para evitarse problemas con piropos inadecuados. Solo que Juliana, como buena quinceañera, le gustaba la sensación de pasearse enfrente de tanto hombre para contestarles los chiflidos con miradas coquetamente furibundas y, a veces, con alguna que otra palabrota. Cosa que contribuía a alborotar el gallinero.

Finalmente, uno de aquellos hombres la siguió a la tienda y allí, ante el temeroso silencio de los demás parroquianos, trató de propasarse con ella. Fue cuando intervino Rafael, cuya sola presencia intimidó al abusador, quien, al verlo, se quitó el sombrero en señal de respeto. Así comenzó la confianza entre Rafael y Juliana y, dos días después, esta última puso en manos de Marcela la primera de varias cartas de amor dirigidas a ella.


La primera reacción fue regañar a la chica, “¿cómo se te ocurre recibir una carta escrita por un desconocido?” “no es un desconocido”, afirmó decididamente, “me ayudó cuando uno de los tipos esos del partido intentó meterme mano en la tienda”. Luego de una lucha interna de principios, recibió la carta y la leyó detenidamente. La impresión fue buena. Rafael Román, como calzaba la misiva, tenía una pulcra caligrafía y una impecable ortografía. Y su poesía utilizaba la métrica con corrección y, el contenido, directo y sin cursilerías. “Interesante”, pensó.

Finalmente, luego de tres años de cortejo, los papás de Marcela accedieron a que se casaran. El matrimonio funcionó. La seriedad de él y la sólida formación de ella redundaron en un hogar estable, sin mayores problemas. Como padre, resultó ser un hombre cálido, aunque no muy efusivo. Respecto a su trabajo, siempre fue hermético. Nunca hablaba de él. Lo único que ella sabía era que su marido era un “técnico especialista” del Ministerio de Defensa.

En febrero de 1980, mientras Rafael desayunaba, escuchó por casualidad, desde su lugar, a su esposa hablando por la extensión telefónica del corredor. “No”, decía esta con cierto tono de molestia, “no quiero escuchar nada más del tema; es imposible lo que me estás contando. Simplemente no puede ser”. Colgó. Al entrar al comedor estaba pálida y un tanto ausente. Tenía algo en su mirada que le revolvió el estómago a Rafael. “¿Quién era?” preguntó. “Nadie muy importante”, respondió distraída, “una vieja chismosa y sin oficio. No hay que hacerle caso”. Él no dijo nada y ella se sentó a comer junto a él. Una semana después, Rafaelito, el hijo mayor del matrimonio, le preguntó a Marcela qué era un verdugo. Que un amigo del colegio le había dicho que su papá era un “verdugo del gobierno y que era el responsable de muchas desapariciones de periodistas, estudiantes y activistas”. A Marcela se le encogió el corazón.

Foto: Shutterstock


Esa misma mañana, Rafael se fue temprano a su trabajo y no regresó a la hora del almuerzo. Entró al edificio colonial que ocupaba la sede de la policía y se dirigió directo a su oficina: un cubículo de tres por tres metros, metódicamente ordenado. Tomó tres hojas de papel; una de papel bond blanco y dos de papel copia, uno celeste y otro amarillo, sin membretes, destinados a distintas dependencias. Las metió en el rodillo de la máquina de escribir y puso manos a la obra. Luego de las formalidades de rigor detalló lo siguiente: “Caso la periodista. Falleció durante el proceso de interrogatorio. Primero se le insertaron agujas bajo las uñas para luego de dos horas, ser removidas junto a las uñas con un alicate. Los pulgares de las manos y pies fueron aplastados con un mazo. A estas alturas soltó el nombre de unos pobres diablos que ya teníamos bajo custodia y que fueron, precisamente, los que la involucraron. Seguimos con el procedimiento del hierro candente en el ano. Se desmayó por dos horas y a partir de este momento fue difícil capturar su atención por lo que se le dejó descansar una semana. Terminado el lapso, se envalentonó, me insultó y se negó a cooperar por lo que pasamos al corte de los pezones. Se desmayó de nuevo y en algún momento falleció, probablemente de un paro cardíaco. Entre la información que nos dio…” y así continuó detallando otros horrores. Firmado: Rafael Román.

En la noche, cuando regresó, no encontró ni a su mujer ni a sus hijos. Fue a la casa de sus suegros y tampoco encontró a nadie. La Juliana le dijo que al mediodía había llegado la niña Marcela con sus hijos y luego de encerrarse en la sala, todos se fueron de la casa. Rafael puso en marcha la maquinaria de inteligencia y no fue hasta una semana después que se enteró que habían salido por la frontera de El Salvador y desde allí habían tomado un avión a los Estados Unidos, en donde se asilaron. Su vida profesional, ya sin su familia, no tuvo mayores cambios. Quizás, según sus compañeros, encausó su rabia y frustración en los interrogados. Rafael moriría quemado, luego de ser linchado, en una comunidad del interior de la república en el año 1982.

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