EL CORTEJO FÚNEBRE. Por Guillermo Monsanto
Noches de truenos, relámpagos y apagones. Los ronrones, los sapos y las polillas llevan días anunciando un chaparrón que, por alguna razón, no termina de concretarse. Los pájaros han llamado constantemente al agua con sus trinos mientras las tortugas, mirando al cielo, solo esperan la refrescante lluvia. Goterones esporádicos, apagones, retumbos del coloso de Fuego y, para terminar de poner ambiente a la tensión, uno que otro temblor.
En casi dos meses el panorama nocturno de la antigua capital del reino varió drásticamente. Es como si, con el toque de queda, se hubiera retrocedido en el tiempo. La otrora poderosa metrópoli, se sume en un ominoso silencio lleno de presagios y murciélagos. Algunos vanos dejan entrever luz, el parpadeo de las televisiones, perezosas sombras en movimiento, pero nunca se ve gente asomada a los enormes portones y balcones cerrados a piedra y lodo. En el interior de las viviendas, los moradores viven con sigilo. Se pensaría que la intención es la de no despertar a la ciudad, o bien, a sus fantasmas.
Las anchas calles, a pesar de la iluminación pública, lucen tétricas. Algunos vecinos dicen que se puede intuir el repicar de cascos sobre el empedrado. Que, a lo lejos, se escucha el llanto de una mujer que ulula su dolor clamando por alguien, presa de un llanto desesperado. El barrio de la Escuela de Cristo está conmocionado porque hace un par de días escucharon una serenata, a guitarra, frente a la ventana de las Pérez. Más terrible aun, la quinceañera, amaneció presa de un extraño trance y con el pelo totalmente trenzado. De hecho, más de alguno de los patrulleros han regresado aterrorizados a las estaciones de policía luego de “haberse topado con la Siguanaba a la altura del viejo rastro”. Pero es, quizás, en el casco antiguo donde más cosas se han escuchado.
El lunes pasado se fue la luz, en varios sectores, por un par de horas. Aprovechando la oscuridad reinante en la alameda de la quinta avenida sur, tres ladrones se toparon con una situación inesperada. Moviéndose hábilmente, como ratas entre las sombras, y creyendo que tenían la suerte a su favor, estaban en el afán de forzar el portón de la recién clausurada casa de huéspedes. Como esta, hoteles y posadas, están prácticamente abandonadas a su suerte por causa de las restricciones provocadas por la pandemia. Tal era el embeleso, que no se percataron del cortejo que se acercaba silenciosamente por la avenida en dirección norte. Un sollozo, que sintieron justo al oído, les paralizó el corazón por unos segundos.
“¿Un cortejo fúnebre a estas horas de la madrugada y en toque de queda?”, dijo asombrado el líder. La larga procesión, plena de titilantes candelas, los iluminó vagamente. Los rostros reflejaban que, a pesar de su sangre fría, eran presas del miedo más profundo. Más miedo les dio el no poder ver los rostros de los dolientes. Tres ataúdes desfilaron frente a ellos. Una mujer, con la cara velada, se acercó con tres cirios encendidos, los cuales se vieron forzados a recibir en medio del desconcierto. Un cosquilleo les recorrió por el estómago y después de eso, un sopor. Perdieron la conciencia.
Horas después, esa misma mañana, tres toscos ataúdes de pino carcomido, aparecieron abandonados frente a las puertas del cementerio. Cuando los destaparon, encontraron muertos en su interior a los tres infortunados delincuentes. Todos, con los ojos abiertos, con esa mirada perdida de los cuerpos sin hálito, pero con el atisbo de las almas desesperadas, perdidas en el limbo por el resto de la eternidad.