¿Dónde terminan mis derechos? ¿Dónde empiezan los tuyos? imagen

Entramos en una plaza donde coinciden personas de todo el mundo, un sitio bello. Es una lástima que, víctimas del miedo, ya no sepamos tender buenos puentes entre culturas distintas.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Entramos en la plaza una tarde de sol y llovizna recién cesada. Una de esas tardes en las que el sol y el agua embellecen al aire, al pavimento y a la historia escrita en piedras y monumentos. La plaza está rodeada por dos iglesias, dos fuentes y está ahí desde épocas imperiales. Estamos en Roma.

Sin embargo, para este Relato no son ni el valor ni el rigor histórico lo que interesa, sino lo que sucedió ahí, una tarde de sol y llovizna, hace algunas semanas.

Si vas de visita a sitios a donde no volvés con facilidad, lo lógico es tragártelas a pulso de cámara. Regresás a tu casa con un trozo de viaje guardado en el celular. 

Las fotos son la forma universal de fabricar memorias, ahora pueden ser miles. Así funciona el siglo XXI, su era digital y la facilidad que supone capturar grandezas con un pequeño -indispensable- rectángulo.

Veo a un hombre de mediana edad con una piscina infantil llena de agua jabonosa, un lanzaburbujas gigante y una habilidad muy especial para producir pompas de jabón de formas y tamaños fuera de lo común. En una tarde de tanta belleza, el efecto de las burbujas es casi mágico. Al menos lo es para mí y para los niños inquietos que pululan en la plaza.




Fascinada, empiezo a fotografiar las burbujas, el movimiento que poseen, las formas magníficas que flotan en el aire y la inundación de pompas pequeñas que rodean a las grandes. Capto también la pericia del artista. Son explosiones hermosas que, en un sitio como este, se aprecian mejor que en cualquier lugar.

Dentro del espacio focal, en el objetivo de mi lente, varios niños y niñas se cruzan tratando de agarrar con las manos las burbujas gigantes. Sin remedio, salen en mis fotos. Se mueven, corren, saltan. Invaden mis imágenes de jabón y les otorgan cierta gracia. Tomo muchas, algunas muy buenas. La tarde es perfecta. El escenario es perfecto. Mi ánimo es perfecto. Pero claro, perfecto no existe.

Dispongo retirarme, mi acompañante lo solicita. Tenemos planes.

Estoy por abandonar la plaza cuando escucho a una mujer hablarme golpeado, con cierto volumen y urgencia, en inglés. Viene detrás de mí. Pone su mano en mi hombro y arremete en un monólogo extranjero golpeado, con reclamos sobre mi sesión fotográfica.

¿Por qué les estaba tomando fotos a mis hijos? Pregunta la señora del inglés golpeado. Asustada y sorprendida, totalmente desprevenida, en mi inglés chapín respondo balbuceando. No estaba fotografiando a sus niños, ni sé quiénes son. Tomaba fotos del señor de las burbujas y de sus burbujas. No sé cómo decirle que me parecieron un espectáculo simple, pero sobrecogedor en una tarde romana como esta. No le digo que sus niños no eran asunto de mi interés mientras tomaba las fotos, no encuentro temple para mandarla a volar.

Autoritaria, reclama que las borre enfrente de ella, exige verlas y exige que una a una vaya eliminando cada foto en la que asoman sus niños. Aunque estén de espalda, aunque sus rostros no se distingan, la madre exige que no quede rastro de sus crías en mi celular. Y por alguna razón que aun no comprendo, cedo. Obedezco. “This one, this one, too. This other one. Here, here”. En medio de su arrebato, se van mis mejores burbujas.

El meollo del asunto

¿Dónde empieza mi derecho a tomar libremente fotos en un sitio público? ¿Dónde empieza el derecho de la señora europea, a quien no veré jamás, a reclamar que una guatemalteca haga con sus fotos lo que ella demanda? 

Hago lo que pide con una sensación inmensa de atropello. No encuentro argumentos para defender mi libertad de tomar fotos. No es un tema de idioma, es un asunto de descolocación, de amargo asombro. Desconozco la desagradable sensación.

¿Cuándo nos convertimos en seres tan desconfiados?

Imagínate la escena. Las mujeres de nuestra tierra somos un pedacito de gente al lado de las mujeronas europeas, nórdicas. Porque la presunta madre es nórdica o teutona. No sé ni me importa. Esta altísima rubia se me viene encima con su voz de emergencia, con sus ojos transparentes desorbitados y exige que haga lo que ordena. Y yo obedezco, como si su estatura y recias demandas le otorgaran autoridad sobre mí.

Cuando mi acompañante nota que obedezco, le dice:

Está usted en un sitio público. Un lugar visitado por miles de personas, la plaza es un homenaje a la libertad. Si no quiere que sus hijos aparezcan en fotos ajenas, le recomiendo no traerlos aquí. Los turistas, usted también lo es, supongo, tomamos fotos. Y, aunque como padres entendemos algo de su preocupación, no entendemos la arrogancia de su exigencia. No tiene ningún derecho.

Sus palabras reflejan lo que siento, de ahí la indignación.

Después de la incomodidad del momento y de sentirme atropellada, me queda la duda genuina. En estos tiempos globales, digitales, hiperconectados… ¿Dónde empiezan y terminan mis derechos? ¿Dónde los de esa madre? ¿Por qué el peligro es lo primero que se sitúa en el centro de nuestro pensamiento?




La plaza del desencuentro se llama Piazza del Popolo. Su nombre lo dice, es La Plaza del Pueblo, un lugar de y para todos. O tal vez, como el miedo entre seres humanos es cada vez más denso y la desconfianza una regla, ya no lo es. ¡Qué tristeza! 

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